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De aparatos y modas

Usted que tiene una edad aproximada a la mía (rondo los 40 pero no los alcanzo) seguro que recuerda cómo tratábamos poco menos que como bichos raros (la crueldad infantil expresada como miedo y rechazo hacia el diferente, dicen los psicólogos, o lo cabrones que éramos, decimos otros) al pobre chaval que aparecía un buen día por la clase, al final de la EGB o principios de BUP, haciendo verdaderos esfuerzos por no sonreír. Al rato uno se fijaba y le notaba algo raro en la boca, que el pobre muchacho mantenía medio tapada con la mano, o con el boli, hasta que el macho dominante, o dicho en román paladino, el compañero más cabrón, al modo exacto en que lo hace Nelson, el niño matón de Los Simpsons, le señalaba y gritaba “¡Ja, ja, Fulanito tiene aparaaaaaaato!”. Y el mundo se caía sobre el pobre Fulanito.

Porque era “aparato”, a secas, nada de “braquets”, u “ortodoncia”. “Aparato”, y si acaso “hierros” o “alambres”.

Nelson

Normalmente el que lo tenía era porque tenía una piñata de meter miedo o porque el dentista le advirtiera de que podía tener problemas cuando llegaran las muelas del juicio o cosas así. Todavía recuerdo cuando mi madre nos quiso llevar a mi hermana mediana y a mí al dentista porque compartíamos entre otras joyas de la familia una mandíbula más pequeña de lo aconsejable para alojar tanto diente. Mi hermana tuvo su aparato correspondiente pero yo me negué en redondo. Así que las pasé color de grillo subsahariano cuando las del juicio dijeron aquí estamos, me quedé con mis piños apretados metiéndose codos unos a otros y hace unos años me tuvieron que sacar una muela que la del juicio había destrozado por no tener sitio y salirme casi en horizontal. Y aquí estoy, sin esperanzas de que Profidén me llame para hacerle un anuncio pero sin mayores problemas.

Los psicólogos de ahora dirán que teníamos un trauma oculto que proyectábamos sobre nuestros herrados compañeros porque en ellos veíamos nuestro ideal dental… pero lo que teníamos era una mala leche de cuidado. Y ojo, todos, menos el Nelson de turno, la sufrimos en nuestras carnes. Si no la sufrimos por el aparato sería por las gafas, o por estar más gordito, o por lo que sea. Y aquí estamos.

Esto me daría para otra reflexión que quizá sea la próxima, pero ahora estamos con los aparatos. Tengo la costumbre de fijarme bastante en los jóvenes. Y jóvenas, oiga, no saque usted conclusiones antes de tiempo. La observación de las nuevas generaciones (no, no estoy hablando de gaviotas, sino en general) a menudo ayuda para tener una idea de lo que viene. Estoy intentando dejar de fijarme porque suelo acabar echándome a temblar, pero ese es otro tema. Me dio una temporada por fijarme en la boca de los jóvenes. Insisto, y de las jóvenas… y como supongo que la Sra. Ministra Aído no estará leyendo, en adelante lo dejamos en jóvenes, a secas, ¿de acuerdo? Bueno, pues aparte de que muchos parezca que tienen un calambre por cómo sonríen sacando dientes p’afuera, es que ¡Vaya dientes! Todos absolutamente blancos, pero blancos, blancos, ni anuncio de Ariel de los 70 ni nada. Esto sí que es blancura. Y todos perfectamente alineados, describiendo el arco justo que hasta ahora sólo habíamos visto en los libros de Ciencias Naturales de 4º de EGB y en alguna actriz de Jólibud.

Y uno, que tiene hijas pequeñas y “alterna” con otros padres, empieza a ver cómo éstos van preocupadísimos al dentista a decirles que su niño de 7 u 8 años parece que tiene el colmillo un poquito para afuera y que, claro, qué remedio, hemos tenido que ponerle unos braquets porque si no, fíjate qué problema, el pobre… Y ahí los tienen ustedes. Todos con sus piñatas perfectamente reglamentarias, con los dientes marchando en formación prusiana ein, zwei, ein, zwei, al que se salga de la fila le meto un hierro que lo enderezo. Claro, no van a sonreír con los dientes p’afuera… después del pastón que les habrán costado tendrán que lucirlos… Y uno llega y les dice “bueno, pero tampoco es para tanto, si por que esté un poco torcido…” y ahí te has colado, listo, ahora te vas a enterar, claro, que como a ti te da lo mismo que el niño luego tenga los dientes torcidos, que qué necesidad tengo yo de jugar con la salud dental del futuro y que si luego vienen otros problemas que…

Y yo acabo pensando en cómo es posible que yo haya llegado a mi edad sin morirme de hambre por no poder comer, o cómo no me han salido los dientes atravesando la mejilla o algo peor. Y entonces miro a mi hija pequeña, que ha tenido la poca fortuna de parecerse a mí (mejorando impresionantemente la especie en una sola generación, eso sí) empezando por el tamaño, la forma y el arco de la mandíbula inferior. Y si se parece a mí también en otras cosas, ya me la imagino, pobrecita, llegando un día a clase, con la boca tapada por la mano, sin querer mirar a nadie, mientras el Nelson Murtz de su clase se levantará, la mirará de cerca y gritará ¡¡Ja, ja, Reyes NO tiene aparaaaato!!

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