Cuando paseo por un pueblo procuro observarlos a una distancia prudente, para no parecer grosero. Pero me parece un espectáculo sublime. Allí, en la puerta de la casa, o del casino, o en un banco de la plaza, con la mirada enmarcada en un mar de arrugas, la piel curtida, casi gastada por tantas décadas de vivencias, las manos descansando en el nudoso y viejo bastón y la cabeza cubierta, depende de la latitud, por boina o gorra de cuadros de la que asoman mechones todavía fuertes de pelo canoso. Pocas cosas hay más penetrantes que esas miradas. Al forastero nos examinarán intentando averiguar qué coño hacemos nosotros allí, en su territorio. A la quinta vez que nos encuentren, el examen será más profundo, si cabe, ya que rebuscarán en su memoria intentando encontrar un parecido que explique nuestra presencia prolongada.
A veces la mirada penetrante se perderá en los campos o en el cielo, y tras unos minutos de análisis, sabrán con certeza cómo se dará la temporada y qué cultivos serán más ventajosos. En algunas tardes de primavera, cuando más radiante esté el sol, observarán con cuidado el vuelo de algún pájaro, o el sonido de algún batir de hojas de los árboles y nos sorprenderán levantándose y avisando de que van a buscar refugio ante la inminente tromba de agua. Y mientras los ignorantes ciudadanos de la modernidad comentemos las cosas de estos viejos, qué ocurrencia más tonta, de repente todo se oscurecerá y anchos goterones nos harán salir corriendo. Cada domingo coparán las mismas filas de bancos de la vieja iglesia, y con la arrugada boina en la mano darán ejemplo de compostura y respeto ante la presencia de Cristo. Cada día, con puntualidad de novela de intriga inglesa, rodearán la misma mesa vieja y la rayarán un poco más barajando las fichas del dominó. Y al abrigo de unos chatos e ignorantes de las disposiciones de las ministras de turno, colgarán un pitillo del extremo de sus labios.
Todos actuarán como mecánicamente, y sólo al final, apurando el tercer chato, uno de ellos romperá la rutina monocorde exclamando «Chaval, ponme otro, a la salud de Sebastián». Unos segundos de silencio incómodo en los que sus compañeros de partida cruzarán sus miradas y, tras ellos, levantarán levemente sus vasos y beberán de un trago el resto de sus chatos. Sebastián, el mejor jugador de dominó que jamás habitó en ese casino y al que un día sus hijos recogieron en un coche y se llevaron a la capital, porque «está muy mayor y allí podremos atenderle mejor». Prometió volver, pero nunca lo hizo. Ni llamó. Ni envió noticias.
—
He dejado el coche de cualquier manera y llego a la gran avenida dónde está la oficina del cliente. Como casi toda la gente con quien comparto acera, voy apretando el paso al máximo. La reunión era hace 10 minutos. Siempre igual. Maldito tráfico, malditas prisas, maldita ciudad.
Me salgo de los soportales para adelantar. Y me lo encuentro de frente. Hacía unos meses que no me lo cruzaba, y parece que el tiempo no hubiera pasado por él. O mejor dicho, parece que por fin ha dejado de pasar. Porque sus profundas arrugas y su piel blanquecina siguen igual que la última vez, aquella en la que pensé que no lo volvería a ver. Y tampoco sus ojos han cambiado. Ahí están, mirando hacia mí. Mejor dicho, mirando hacia el lugar en el que yo estoy. Porque a él parece importarle muy poco que yo esté aquí o que aquí estuviera una papelera. Todo le es ajeno. El bullicio de la gente andando acelerada, cada uno a lo suyo. El espantoso mobiliario urbano. Los vehículos que pasan a pocos metros dejando al pasar su ruido y su peste.
Qué más da. El no ve nada de eso. Difícilmente esa mirada pudiera estar más vacía, más triste, más perdida. Clavada en un punto lejano de la avenida, vencida e hinchada. Tras él, empujando su silla, la misma cara de siempre. Morena, nariz achatada, ojos rasgados y otra tristeza, distinta a la del viejo, en ellos. Se para un momento a hablar con otra persona, con rasgos parecidos a los suyos, posiblemente de su mismo país, en su misma circunstancia. Mis prisas han desaparecido y disfruto del canturreo agradable de su acento. Le oigo comentar de las noticias que ha recibido de su gente, que con el dinero que ella envía han podido pagar la obra de su casa, el médico de su madre o los juguetes de sus hijos. Lo cuenta con orgullo, con la satisfacción de estar sacando adelante, en condiciones tan difíciles, a toda su familia. Pero a la vez puede tocarse la angustia que flota en esa voz y medirse los meses y los años que hace que besó por última vez la cara churretosa de sus hijos. Las dos mujeres se despiden y la silla se mueve unos centímetros. Con ella, el objetivo de la mirada del anciano, que ignora el movimiento y sigue fija en el infinito. La mujer, con extremo cuidado y cariño, le cierra la chaqueta, puesto que el aire de la mañana es fresco. Y disimulando la mueca de tristeza que tenía hace unos instantes, forzando una sonrisa, le dedica unas palabras al viejo. «Ya verá usted, que uno de estos días van a venir sus hijos a verle, Don Sebastián».
Se van. Y por primera vez tengo la ligerísima impresión de que la mirada del viejo ha cambiado. Y ahora brilla un poco.
One Comment
La sociedad del bienestar…
One Trackback/Pingback
Información Bitacoras.com…
Valora en Bitacoras.com: Cuando paseo por un pueblo procuro observarlos a una distancia prudente, para no parecer grosero. Pero me parece un espectáculo sublime. Allí, en la puerta de la casa, o del casino, o en un banco de la plaza, con la mirada en…
Post a Comment