Sin avisar, sin buscarlo, apareció el recuerdo. Claro y real como el día: Una vallas, unos setos, unas voces que me llamaban, y yo que me sentaba tras un arbusto esperando que no me encontraran, agarrado a mis piernas, con la cabeza en las rodillas, en esa manera que tienen -o tenemos- los niños de escondernos, pensando que al desaparecer todo de nuestra vista no podrán encontrarnos.
Pero las voces se acercaban, venían hacia mí, y cada vez escuchaba el grito de mi nombre más cerca. Cuando supe que era inevitable el encuentro, me hice el despistado, me puse en pie, y empecé a andar, como si nunca hubiera estado escondido. Apenas dados dos pasos, mi hermana mayor aparecía preguntándome dónde me había metido y porqué no contestaba. No te he oído. Ya es muy tarde, atontao, ya no llegas. No me dí cuenta, no tengo reloj.
No sé cómo lo hice, pero no se repitió. Jamás me hicieron volver, y así no tuve que volver a esconderme tras el mismo seto.
Me he puesto a pensar en el porqué de ese recuerdo repentino y perfectamente claro, como si fuera de ayer. Y he sacado mis conclusiones. Me ciño ahora a lo que ocurrió entonces: Mi hermana no me buscaba para reñirme, ni para que mis padres me castigaran, ni para que yo hiciera mis deberes o fuera al colegio. La escena ocurría… en los alrededores de unas pistas de tenis en las que ese día empezaba un curso al que mis padres -con la mejor intención, claro- me habían apuntado. Llegada la hora, me acerqué a las pistas y miré desde lejos al grupo de niños que rodeaban al profesor, todos deseando empezar, todos peloteando ya, todos retándose en cada golpe, en cada gesto. Todos deseando no pasar un reto de divertido peloteo, sino demostrar sus dotes y aptitudes, su capacidad para ser el mejor.
Afortunadamente nadie había reparado en mí, con lo que me desvié del camino, rodeé las pistas y corrí hacia unos setos cercanos. Y ya no volví a mirar igual a mi vieja raqueta de madera, azul y blanca, con su canto gastado de rozarla contra el suelo y contra las paredes del frontón. Lo que yo creía que era un instrumento de juego se transformaba en un arma para derrotar a los demás.
¿A qué viene todo esto? Qué se yo. A mí que me registren. Yo no rebusqué el recuerdo. Apareció. Y aquí me lo apunto.
Me ha servido, es cierto, para entender algunas cosas. Por ejemplo, la incomprensión que siempre he sentido cuando he visto a padres animando a niños pequeños a competir, competir y competir. A niños que sólo quieren ganar. Y, trasladando cosas, a adultos que son incapaces de disfrutar lo que tienen, porque sólo piensan en lo siguiente que pueden conseguir.
2 Comments
Soy deportista de siempre. Competitivo y tambien por el simple placer de pasarlo bien. Compitiendo o no, siempre disfruté, incluso con el sufrimiento.
He intentado que mi hijo jugase al Rugby, el deporte que amo. No le ha dado por ahí. Bueno, que haga deporte… cualquiera…es educación, forma la personalidad.
El otro día paseaba con mi mujer al lado de un campo de futbol donde no se sabía quien era más cafre, si los niños de diez años intentando emular a los patanes de sus ídolos (desplantes, golpes insufribles que se curaban con tres gotas de agua encima de la media, gestos absurdos tras marcar un gol), o los padres que les «animaban» (Qué manera de insultar a un árbitro que no tendría 15 años)
Ese no es el deporte que mamé, pero esos desde luego, tampoco merecen llamarse deportistas
De los papas…como la mamá de la Pantoja
Hernmoso, gracias. Comparto ese sentir.
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