Aviso previo: Es largo, muy largo. Pero el asunto me parece vital y he ido escribiendo conforme se me iban ocurriendo las cosas, sin estructura previa y sin revisar, en ratos sueltos y por varios días. Dicho queda.
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Habla Orisson -con acierto- de Infancia Truncada al referirse a esas generaciones a las que se les está robando la inocencia y con la excusa de la modernidad y los nuevos tiempos se les está enmierdando de tal manera que aseguren, por la vía de los hechos, el establecimiento del enmierdamiento moral como referente social.
Muchas veces pienso en cómo cambiaría la cosa si tantos y tantos padres que asienten y repiten sus «hay que ver cómo está la cosa, qué barbaridad» no siguieran aceptando esa realidad como impepinable y pusieran pies en pared. Es curioso qué sometimiento, qué mansedumbre ante la imposición de algo de lo que reniegan y contra lo que despotrican airados y vehementes… pero que aparcan como irremisible una vez pasado el primer impulso.
Pienso también en el cariz que irán tomando las cosas conforme la tropa vaya creciendo. Porque no es lo mismo enfrentarte a una realidad social cuando tienen menos de 10 años, están un colegio «sano» y que anden siempre a corta distancia, a cuando -ya mismo, ay- asomen por un instituto y la cuerda, por pura ley de vida, se vaya alargando.
Sobre esto, hace unos meses conocía a la madre de unas niñas de edades parecidas a la que le explicaba que mi intención es que la mayor fuera a determinado colegio religioso el año que viene a empezar la secundaria, pero que como a la Junta le importa un carajo que quede a cinco minutos (siete, según medimos al llevar la solicitud, pero con una línea imaginaria de separación de zonas en medio) de casa y nuestras preferencias como padres, seguramente acabará en el instituto público, dejándome el corazón en la boca.
Esta madre, después de escuchar mis explicaciones sobre el ambiente en el colegio religioso, la implicación de las profesoras, la formación humana como opción principal… sólo acertó a preguntarme que por qué en ese colegio, si el nivel (académico, claro) de tales otros son mejores. La verdad es que no me cuesta, pero sí me cansa, explicar a tantos que el nivel académico es algo secundario con respecto al ambiente y a la formación humana que pueda recibir en el centro. Ya, ya lo sé que hijos de puta hay en todos sitios, y también mandan a los niños a colegios religiosos, o de pago. Vaya si lo sé. Pero esos mismos padres que repiten el socorrido «hay que ver, cómo está la juventud» me mirarán raro si intento, quizá sin mucho éxito, buscar un ambiente siquiera mínimamente mejor y lo cambiarán gustosos por un «pero el nivel con que salen de tal colegio es cojonudo, medio punto más en selectividad fijo».
Hace unos días me tranquilizaba algo, sólo un poco, después de ver que el instituto en el que si nada lo remedia desembarcaremos en breve es de los pocos de la provincia que no cuenta -de momento, al menos- con un «punto de información» de uno de esos planes de perversión de menores que pagamos entre todos para que, como dice Orisson, nuestros niños puedan ignorar a gusto quién es San Juan de la Cruz o dónde quedan Las Navas de Tolosa pero siendo doctores en cómo y por dónde usar un condón.
La verdad es que el plan en concreto es de lo más completo: Poner a niños de 11 años (por más que digan 13, es con 11 con los años que los pequeños del curso llegan al instituto) a comparar una revista del corazón con una porno y comentar lo observado. No me digan que no es alentador. Poder elegir entre las tetas de una actriz porno y las de la Esteban.
También se preocupan, no crean, de formar ciudadanos modélicos instándoles a señalar a aquellos profesores de los que sospechen que no son afectos a tan formativas y educativas prácticas.
Andalucía, imparable.
Como digo, parece que en este Insti no hay «punto de información». Supongo que porque el espacio a tal efecto lo ocupa una máquina de condones, una ventanilla de dispensación de píldoras abortivas o un punto informativo de las juventudes socialistas de nuevas generaciones izquierdosas e unidas del sindicato de estudiantes. O así. No sé si al menos les habrán dejado una pantallita para pasar sus vídeos «educativos» que los niños de 11 años necesitan.
El caso es que independientemente de casos puntuales como este plan oficial o los años de EpC en el temario, el panorama que se nos presenta es, cuanto menos, preocupante. Porque la lluvia fina no deja de caer, y ya empapa hasta el tuétano.
Yerra gravemente Orisson (lo que pasa es que es amiguete y le perdonamos) cuando al final de su entrada pone como ejemplo a quien no lo merece. Y yerra porque en el ejemplo que él enlaza es fácil actuar. Ponemos una advertencia y un mínimo cerramiento dentro de unas condiciones no demasiado adversas. Donde -o mejor, cuando- hay que dar ejemplo es en adelante.
Pero ¿qué métodos podemos utilizar en el futuro? Tengo un convencimiento muy arraigado, que me cuesta no pocas discusiones y enfrentamientos. Llegados a cierto punto, hay cosas por las que no merece la pena discutir. Como decía Loquillo en su Feo, fuerte y formal: «Mi familia, gente normal, de otra época y corte moral, que resuelven sus problemas de forma natural: ¿para qué discutir, si puedes pelear?»
Todos mis ánimos a aquellos que creen que por la vía de la justicia y los recursos pueden parar esta ola. Pero a mí me resulta absolutamente evidente que todo esto es un plan perfectamente trazado precisamente por quien tiene en su mano cambiar las leyes. Y que si un día esos recursos consiguieran pararles, ya cambiarían las leyes para seguir, recuperando además el tiempo perdido.
Seamos claros: Si llegan a una esquina y un viejo verde se abre la gabardina ante sus hijos, ¿verdad que ninguno le expondría al tipo, con el género expuesto, que en función de la normativa municipal su actitud pudiera incurrir en una falta de escándalo público que…? No. Al tipo se le engancha por el pescuezo -o por el género- y se le retuerce allí mismo -el pescuezo o el género- hasta que hable japonés. Pues esto es exactamente lo mismo.
Hablaba con mi santa cuando fuimos a preguntar al instituto que lo primero que vamos a hacer el primer día de curso es presentar un escrito a la dirección en el que prohibimos tajantemente que a la tropa les entreguen «información», les inviten a asistir o pongan cualquier texto, imagen o sonido a su alcance que no sea estrictamente el contenido en su material escolar y que responda única y exclusivamente al temario y currículo del curso, reservándonos en caso de no atender nuestras indicaciones cualquier acción de respuesta. Esto, que habrá quien interprete como posibles recursos por atentar contra la libertad de educación y tal y tal, en mi pueblo significa un simple y llano «yo que tú no lo haría, forastero».
Determinación absoluta ante la «autoridad»: Si hay que liarla en el instituto o tocarle la cara a alguien de la Consejería que sea, hasta las últimas consecuencias.
Eso podrían ser casos excepcionales, pero también está el ambiente inmediato y cotidiano. ¡Qué fácil y cómodo es callarse cuando alguien cercano a los niños hace cosas que no nos gustan pero que en estos tiempos son tenidas por normales! «Papá, es que fulanito lo hace, es que menganito lo dice, es que la madre de zutanito le deja…» Y claro, pobrecito, si es que todos sus amigos lo dicen, lo ven, lo hacen, si es que en estos tiempos, es tontería, al final es peor porque lo que le haces es que se vea diferente, raro, que otros niños lo señalen…
¿Entonces? ¿Dejamos que el niño siga la corriente? Es jodido, seguro, y uno de los efectos más desagradables de todo esto, que el niño se vea diferente, que se sienta centro de una polémica. Y más si es un niño tímido. Puede pasarlo muy mal. Pero… insisto ¿dejamos que siga la corriente?
Firmeza y aceptación de la diferencia. Si el resto del mundo quiere darse cabezazos, son ellos, y no nosotros, los equivocados. La diferencia no es mala. Ni, llegado el caso, la soledad. Pero el niño debe tener claro que hay unas líneas rojas que no podemos sobrepasar, aunque la comodidad nos invite pasarlas con un triple salto mortal con tirabuzón.
Esto nos lleva a uno de los principios que, en estas circunstancias, más difícil puede suponer dejar claro en los niños, pero que es de capital importancia: La disciplina y el entendimiento de la autoridad. Aunque parezca contradictorio con lo anterior, hay que inculcar en el niño, desde pequeño, el principio de autoridad. Hemos hablado muchas veces del problema que supone en los niños de hoy ese desplante ante el profesor que le reprende o ante la señora que le llama la atención por alguna travesura. Tenemos un problema serio y mil veces se ha repetido el ejemplo: Cuando nosotros éramos niños, si el profesor nos daba una colleja -y estoy hablando de una colleja o de un tirón de orejas, no de otra cosa-, nos cuidábamos muy mucho de quejarnos en casa, porque la autoridad del maestro era asumida en la familia y venía el consabido «algo habrás hecho», y el castigo o reprimenda adicional. Esto se ha convertido hoy en un «papá, el profesor me ha mirado mal» y en la consiguiente visita del indignado papá al que le importa un carajo lo que ha sucedido en realidad y sólo quiere liarle un pollo al profesor que ha osado faltar a su cachorrito. El juez Emilio Calatayud ha escrito y hablado mucho al respecto y recomiendo leerle o escucharle sobre ese asunto.
Reconozco que es difícil, decía, dejar claro ese principio de autoridad y a la vez mantener la firme determinación de no permitir que se sobrepasen las líneas rojas que hayamos marcados. Pero que sea difícil no es excusa para la dejadez, antes al contrario, obliga al esfuerzo adicional de los padres… que al fin y al cabo, para eso estamos y esa es nuestra principal obligación. En ese esfuerzo adicional hay que dejar claras dos cosas: La primera, que se trata de una escala de valores en el que la autoridad es muy importante pero hay cosas, contadas, determinadas, concretas y muy claramente delimitadas, que están incluso por encima de esa autoridad. La segunda, que esa escala de valores lo es para lo bueno y para lo malo, y que si nuestra resistencia tiene consecuencias -académicas, disciplinarias o de convivencia con compañeros y personal del centro- éstas no deben jamás pesar más que la obligación moral y que nuestra determinación.
Establecimiento del principio de autoridad, con la delimitación clara, definida, firme y argumentada de qué principios son superiores a él. Aceptación de las consecuencias de nuestros actos.
Esto es sólo un repaso a vuelapluma de obligaciones que como padres tenemos para poner en lo posible remedio a ese truncamiento de la infancia del que nos alerta Orisson.
Pero nada de ello tendría sentido si no empezamos por el principio. Y es que esas medidas son mayormente acciones defensivas contra la lluvia fina exterior. Absurdas totalmente si el niño sale empapado ya de casa. Si colaboramos en que la adolescencia no empiece ya a los 13 ó 14 sino a los 9 ó 10. Si no les damos una referencia firme y clara de comportamiento.
¿Cómo esperaremos que nuestros hijos respeten y sean respetados si en casa no ven respeto en sus padres? ¿Cómo esperar que no vuelvan trompas perdidos si observan a sus padres pimplarse el agua de los floreros? ¿Qué sentido del esfuerzo les inculcaremos si la máxima preocupación que ven en casa es el no perder el hilo de la serie o sus padres son unos seres catalépticos ante la tele? ¿Qué sentido del pudor tendrán los niños de 12 años si tienen al alcance de sus ojos y oídos la obscenidad continua que nos regalan determinados medios o si sus padres no cuidan sus expresiones y en charlas familiares reina la procacidad? ¿Qué actitud sexual es la lógica en tantos niños y preadolescentes que ven a sus padres separados cambiar de compañeros de cama de cuando en cuando? ¿Como saldrá el niño ante el que sus padres, sin rubor y casi con orgullo, se jactan de haber recibido más cambio del debido, de haber amañado un precio, o de haberse quedado con lo de alguien «porque a mí me hacía más falta»?
En ocasiones creemos que ponemos lo nuestro y sólo queda esperar que «el niño no se tuerza». Pero sabemos que el ambiente influye de manera importantísima en la evolución moral y educativa de los adolescentes. El problema viene porque ya no se trata de vigilar un amigo que apunta a descarriado o una pandilla no muy recomendable -cuando yo era niño, a esos se les solía ver de lejos- sino que en cualquier parte, en la familia más aparentemente normal, en quien se supone que debe ejercer la autoridad, en cualquier lado, en suma, te encuentras el caso tan repetido: Padres o educadores que han descubierto el Mediterráneo del «bueeeeeeno, pero si eso ya lo hace todo el muuuundo», y aquí paz y después gloria. Los ejemplos que pongo en el párrafo anterior no son exageraciones. Son consumo habitual en familias de clase media de zonas residenciales. Son el ambiente en el que crecen los amigos de nuestros hijos.
Luego me llaman raro cuando digo que mi máximo anhelo es irme a un pueblo abandonado y autoabastecerme, y esperar que otras familias «de la cuerda» (carcas, que diría algún amiguete) se unieran. Raro, ya, claro.
En suma, un panorama realmente preocupante el que se nos abre y al que debemos enfrentarnos de manera activa y sabiendo de antemano que serán más, muchos más, los malos que los buenos momentos que nos ofrecerán.
Pero esto es lo que hay. Habrá, miles, que nos señalen por no plegarnos, por ser tan obstinados y cabezones, y sobre todo utilizarán el sobado argumento: Con nuestra actitud al final lo que hacemos es que los niños se vean diferentes, se sientan señalados, se incomoden…
Y les resulta taaaaaan difícil entender que nosotros lo que queremos es que los niños sean… ¡niños! Que sean normales. Que ellos serán lo que ellos quieran, pero que nuestro esfuerzo hacia lo que se dirige es a que puedan elegir… cuando sean capaces de elegir. Mientras que la presión ambiental lo que hace es obligarles, dirigirles, empujarles hacia un modelo impuesto en el que integrarse por decreto y además mucho antes de lo que les corresponde… y del que, si se salen, serán, como ellos mismos reconocen, señalados.
Como digo en el aviso inicial, entiendo que todo esto es largo y desordenado. Ya he dicho también en alguna ocasión, que este cuadernillo no es para decirle a nadie lo que tiene que hacer, sino para apuntar cosas que me puedan servir e intentar analizarlas.
Aunque ahora mismo, ojeando lo escrito, para lo que me sirve es para darme la tarde. Ojú, qué panorama.
5 Comments
Gracias por la mención, amiguete, e insisto en lo que tú llamas error y yo, simplemente, realidad. Ser un ejemplo en algo, entre tú y yo, es una putada: todos te miran y todos te imitan (bueno, algunos, pero es más que suficiente). Así que, Gonzalo, no te escaquees que te estamos observando.
Un saludo
Ustedes disculpen que, a falta de originalidad, tire de cita:
Decía Theodore Rooselvelt que «Educar la mente de un hombre y no educar su moral es educar una amenaza para la sociedad».
Parece ser que este hombre que fue presidente de los Estados Unidos, como probablemente sepan por la Wikipedia, está de acuerdo con Gonzalo en la idea de que es mejor perder medio punto en la Selectividad que perder la inocencia y el pudor antes de tiempo.
Tal como yo lo veo, es imposible mantener a los hijos ajenos al mundo que les rodea, independientemente del tipo de colegio en el cursen estudios. Y además no sé si es bueno.
La educación, y no me refiero sólo a la formación espiritual y moral, también por desgracia la puramente académica, descansa casi integramente sobre los hombros de los padres.
Lo más que podemos hacer es minimizar el número y la intensidad de las distorsiones recibidas por los niños en la escuela, escogiendo, y ya es desgracia, «el mal menor».
Con sus momentos de crisis, en general mis hijos se han acostumbrado muy bien al hecho positivo de ser diferentes al resto de sus compañeros (rezan, van a misa, se confiesan, no tienen el ordenador en la habitación, han escuchado hablar de autores españoles y extranjeros que nadie conoce entre sus amiguitos y tienen ciertos conocimientos de historia y geografía universales, no ven la tele casi nunca, no suelen jugar a videojuegos durante el curso y en verano prefieren hacer otras cosas…), y de hecho normalmente exhiben su diferencia con orgullo y un punto de altanería.
Pues sí, los niños viven en medio del mundo y no podemos meterlos en una burbuja, pero podemos darles armas, formación, criterio, capacidad de crítica, etc. Para que ellos mismos vean que mucho de lo que les rodea no es normal, aunque sea habitual. Y, tal como dices, Gonzalo, no es una labor de una tiempo, de cuando son niños pequeños, es una labor larga que durará durante todo su camino hacia la madurez, e incluso cuando sean adultos y maduros deberemos seguir aconsejándoles y señalándoles el camino que nos parezca mejor porque nuestra experiencia nos dará puntos de vista que ellos aún tendrán que aprender, tal como ahora hacen nuestros padres con nosotros.
Mientras son niños, tienen que aprender que ser diferentes no sólo no es malo, sino que en multitud de ocasiones es buenísimo y sanísimo.
El asunto da para mucho y si me dejo llevar soy capaz de hacer un comentario tan largo como el post, así que voy a abreviar. Lo único que añado es que mí no me gustaría irme a un pueblo asilado y que los normales vengan a unirse, me gusta vivir en medio de todo y hacer lo que esté en mi mano por cambiarlo. Acomodarse nunca, antes muerto.
Se me quedó en el tintero decir que nuestra obligación, tal como dices, es enseñarles a elegir cuando puedan hacerlo. Pero primero hay que conseguir que entiendan que libertad no es poder elegir, sino la capacidad de elegir el bien, porque quien no elige el bien pierde parte de su libertad, cuando no toda.
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