¿Recuerdas las discusiones y las malas caras que nos costó? ¿Las tardes perdidas sin juegos? ¿Y el verano entero que me pasé en casa dándote clases durante horas? Tú te rebelabas, y yo siempre te decía lo mismo: «Hija, si no quieres estudiar, por mí perfecto. Lo dejamos aquí y punto. Pero piensa ¿quieres seguir?» Y tú acababas diciendo «Sí», y yo «pues entonces hay que empujar».
Y mañana… mañana, pasado y al otro pasaremos la tortura y luego, ya habremos superado esa etapa que te parecía tan lejana. Habrás. Y llegará otra en la que ya deberás volar sola. O casi. Y será lo que tenga que ser. Y, ya te lo he dicho esta tarde, cuando los nervios, los miedos y las dudas afloraban y arrancaban lágrimas: Pase lo que pase estaremos contentos. Estaremos orgullosos. Has peleado, te has esforzado. Cuando hubo que corregirte, lo hicimos de la mejor manera que supimos. Y respondiste. Pasaste momentos malos, y nos los hiciste pasar. Al final se trata de eso. De pasarlos y volver a abrazarte, y volver a estar ahí.
Pero, ¡fíjate! Quizá con nuestra ayuda, quizá a pesar de nuestras torpezas, aquí estamos. Aquí estás. Nunca nadie volcó tanto esfuerzo, nunca nadie sacó tanto provecho de esa mesa. Te lo aseguro. Lo sé porque fue la mía. Encara esta selectividad con la cabeza alta, hija. Tú has hecho tu parte.
¿Desearte suerte? Sí, con los nervios y las dudas. Que los domines. Con eso será suficiente.
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