El sol terrible de agosto en Triana intenta secar las lágrimas, pero no puede. Quedan ahí, en la acera de San Jacinto. Los ojos se elevan al balcón y a la inscripción. Protectorado de la Infancia, reza, rodeando a la Señora y al coro de ángeles.
El portón, cerrado a cal y canto, no esconde ya una figura angelical en portería, presta a atender al visitante. Los brazos abiertos de la Milagrosa del patio no recoge más besos y oraciones que las que aún retumban en las paredes del edificio que durante más de un siglo las oyó.
Llegará septiembre y volverá el bullicio de niños corriendo y padres yendo y viniendo. Pero no se parará el mundo al ver una figura menuda envuelta en azul bajando de «la casa», o recogida en las primeras filas de bancos de la capilla, desgranando a oscuras las cuentas o poniendo a los pies de la Inmaculada las preocupaciones por ese niño o aquella familia.
Se han ido. Las Hijas de la Caridad ya no habitan en el Protectorado. Y Triana, aunque las siga teniendo ahí cerca, en el Rosario, les llora.
Y yo.
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