Le dolían las piernas pero seguía subiendo todo lo rápido que podía. Después de tanto tiempo sin pasar por ella, la cuesta del pueblo le parecía eterna. A su izquierda veía la caída hacia la carretera vieja y el puente sobre el río. Al fondo, los macizos de piedra cubrían todo el horizonte.
Recuperó algo de aliento al llegar a la plaza, con el suelo ya casi en horizontal. Corrió al parque y allí buscó a su pandilla de siempre, a sus primos y sus amigos inseparables, compañeros de infancia. ¿Iremos hoy de excursión? ¿Bajaremos a pescar? ¿Jugaremos al fútbol? ¿Nos iremos a casa de alguno a cantar? El corazón se le aceleraba y ahora no era por el esfuerzo. Volvía a su verano, a sus mejores recuerdos. Allí estarían todos, con sus bicis, con sus balones, con sus mochilas llenas de barro de mil excursiones al monte y otros tantos resbalones en el río.
Allí estarían. Pero no los encontró. Los niños que corrían no le sonaban de nada. Y la mayoría no corría, sino que se sentaban por ahí ensimismados en sus consolas. Y entonces oyó una voz que, sorprendida, le llamaba. Y al buscarla encontró la realidad. Donde él recordaba churretes ahora había arrugas. La boca mellada que recordaba le sonreía, sí, pero llena de dientes amarillos de tabaco y café. Donde recordaba una gorra ahora había canas. En las manos que recordaba tantos juegos ahora había una PDA y no barajaban cartas para jugar al burro, sino que comprobaban fechas de importantes reuniones en las que cuadrar balances.
Se miró y se sorprendió. No llevaba rodilleras, ni un balón de reglamento. Su espalda le empezaba a doler del esfuerzo al subir la cuesta. Y allí a lo lejos, en la vieja era en la que tantas tardes pasó corriendo, ahora había grúas y adosados a medio construir.
Entonces se abrazó al viejo y enorme castaño al que tantas veces soñó trepar y se puso a llorar mientras maldecía al tiempo que se le había ido de las manos.
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