“Quillo, no seas tonto, echa la objeción”. Muchas veces me llegaba ese mismo comentario hace ya unos añitos, cuando terminados los estudios, empezado a trabajar y con 26 años estaba a punto de irme a uno de los últimos reemplazos de la mili obligatoria.
Seguro que se acuerdan: El Movimiento de Objeción de Conciencia (M.O.C.), la Prestación Social Sustitutoria (P.S.S.), la insumisión… Los años 80 y 90 fueron su escenario, y el rechazo a una imposición militarista por parte del Estado represor era su razón.
También recuerdo que las campañas del M.O.C. eran secundadas cuando no protagonizadas o financiadas con todo entusiasmo por la Juventudes Socialistas. Se oponían a que a un tiarrón con más pelos en las piernas ya que la mar se le pudiera obligar simplemente a formar parte de un cuerpo militar. Aquello, decían, era un intento del estado de alienar a los jóvenes enseñándoles a matar.
Yo hice la mili. Y a mí nadie me enseñó a matar, desde luego. Es más, aunque lo hubieran hecho, con el estado en que se encontraba el viejo CETME que usé -el de madera, el modelo C, el chopo-, la manera de matar a alguien con él no podría haber sido otra más que utilizándolo como garrote. Sí aprendí muchas otras cosas, de esas que no se enseñan en ninguna escuela, colegio, instituto ni facultad. Y desde luego, al menos los dos meses de instrucción, no me importaría lo más mínimo volver a cumplirlos.
Pero fui porque yo quise. O mejor dicho, porque no quise librarme por las dos maneras posibles que había. Porque yo, mayor de edad, con mis estudios terminados, trabajando y teniendo una escala de valores clara en mi vida, no tenía ningún reparo de conciencia en ir allí. Otros reparos sí podríamos hacer, como la verdadera utilidad de tantos meses o las mejorables condiciones de las instalaciones militares. O de la putada que eran algunas milis como la de un muy buen amigo mío que se la pasó embarcado a cientos de kilómetros de su casa, viendo como giraba el tambor de la lavadora. Pero eso es otra cosa.
Había entonces dos posibilidades: Una de ellas, iniciada en los años 70 por un joven católico que hacía bandera de la no violencia y que fue regulada jurídicamente después por los gobiernos socialistas de Felipe González, era presentar una declaración en la que se manifestara que pasar unos meses en un cuartel violaba mi conciencia y poniéndome a disposición del Estado para que a cambio me encargara otra misión, la llamada Prestación Social Sustitutoria. Conocí a gente que cumplió P.S.S. duras, de verdadero mérito y compromiso social. Gente que se chupó muchos meses atendiendo a deficientes mentales, ayudando en labores sanitarias, colaborando con ONGs en obras sociales… y también conozco a otros muchos que cobraron un cheque de El Corte Inglés que les daban para ropa, fueron 4 veces a firmar o a echar una mañana y se acabó la P.S.S.
La otra posibilidad era la Insumisión. Ésta consistía simplemente en la desobediencia del joven contra la imposición del Estado de prestar un servicio, ni militar ni sustitutorio. También argüían que su libertad personal quedaba dañada por ser obligados a colaborar con un Estado al que no querían servir. Podría decirse que para ser del todo coherentes los insumisos deberían igualmente negarse a recibir atención sanitaria pública o haber pagado sus estudios, pero la verdad es que al menos esta gente –como los primeros objetores- tenían la fortaleza de enfrentarse a detenciones y encarcelamientos por defender sus planteamientos (nos parezcan éstos lo que nos parezcan). También tuve ocasión de conocer algún insumiso, y me pareció un tío comprometido con su idea. Una idea que yo no compartía, pero la coherencia siempre es un mérito.
No es mi intención en este momento el exponer las razones individuales de quienes exponían que su conciencia no les permitía vestirse de faena y pegar diez barrigazos, ni de quienes preferían la cárcel a desempeñar una labor encargada por el Estado. En lo que quiero fijarme es en todo lo que rodeaba a esos movimientos.
Ya hemos recordado que todo lo que rodeaba al M.O.C. tenía siempre el respaldo y la financiación de los partidos socialista y comunista, tanto directamente, como a través de sus juventudes, como mediante apoyo público de las instituciones que regían. Además fue el gobierno socialista de González quien reguló la objeción de conciencia. En el caso de la insumisión, no recibió ese apoyo directo del PSOE, aunque Belloch fue el responsable de que el delito de insumisión llevara automáticamente la concesión del tercer grado, pero sí era claro y meridiano el apoyo de IU a los movimientos pro-insumisión. Además, la prensa “progresista” siempre presentó a objetores e insumisos como jóvenes pacifistas –lo cual era asombroso a la vista de algunas manifestaciones de los mismos-, antimilitaristas, que luchaban por una sociedad más hermanada, en fin… florecillas y porritos para todos, ya saben.
Bueno. Todo aquello pasó. Llegó Aznar, se pulió la mili obligatoria sin una reestructuración alternativa y necesaria del ejército, con lo cual lo dejó hecho unos zorros y demás, pero bien, qué bonito, mayores de edad con trenzas en las piernas ya no tendrían que exponer su libertad para defender su conciencia, amenazada por el Estado represor que obligaba, oh cielos qué horror, a vestirse de verde. O de azul. O de blanco.
Aunque a alguno se lo parezca, no cambio de tema:
Soy padre de dos niñas pequeñas. Y a ellas, como a todos los niños de España, se les pretende obligar a cursar la asignatura Educación para la Ciudadanía.
Ésta es una asignatura de formación moral y en valores definidos por el Gobierno de España de manera subjetiva y particular.
La Constitución Española, en su artículo 27.3 dice:
“Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”
Mi esposa y yo tenemos el derecho a decidir sobre la formación moral que estimemos adecuada para nuestras hijas. Porque lo dice la ley, sí, pero antes que eso porque somos sus padres y no vamos a permitir que otros impongan sus criterios y valores, sean estos los que sean, sin contar con nosotros.
Tanto el Gobierno de España, por boca de su vicepresidenta y otros ministros, como el partido que lo sustenta, como la comisión que definió la asignatura, la califican como “de formación moral”. No es una invención nuestra. No es el código de circulación lo que les quieren enseñar, como alguno quiere vender, sino lo que es bueno o malo en función de una escala de valores que pretenden imponer como única aceptable y que los padres no hemos podido definir ni elegir.
El Tribunal Constitucional, en su sentencia 53/1985 de 11 de abril, dice:
“cabe señalar, por lo que se refiere al derecho a la objeción de conciencia, que existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 de la Constitución y, como ha indicado este Tribunal en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable, especialmente en materia de derechos fundamentales.”
Nuestras hijas no van a cursar esa asignatura. Para empezar, porque la Constitución y la sentencia citada lo amparan. Pero sobre todo, de manera mucho más importante, porque nuestro derecho y dignidad como padres está por encima de disposiciones partidistas. Objetamos, sí, a esa imposición inaceptable. Y si no fuera posible la objeción, iremos a la insumisión.
A todos aquellos –gobernantes, políticos, medios de comunicación, presuntos intelectuales o culturetas y papagayos varios- que nos presentáis a los padres objetores como delincuentes, o que nos amenazan con impedir la progresión escolar de nuestros hijos, o con cualesquiera otras sanciones por defender la formación moral de nuestros hijos menores de edad, cuando hace apenas una docena de años hacíais bandera de la libertad de conciencia de tiarrones mayores de edad: Podéis iros, ordenadamente y sin formar alboroto, a la mi… li.
Que yo, quillo, no soy tonto y voy a echar la objeción.
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