Ahí están, como todos los veranos. Sus cuerpos rojos incandescentes salpicados de tatuajes. Su cerveza en la mano, desde la punta del día. Y sus banderas. Siempre. Tatuadas en sus brazos o en sus pechos, cosidas o impresas en sus camisetas, en sus gorras, pegadas o pintadas en sus coches, colgadas en sus balcones alquilados.
Ahí están sus Union Jack. La bandera del asesinato, de la violación, de la piratería. Orgullosos de ella, de vestirla, de tenerla en la piel, de ondearla. Orgullosos, además, de su historia y de sus héroes, piratas asesinos, hijos de puta variados como Drake, como Nelson, como sus Isabeles o como la zorra que los parió a todos. Esos son los que vienen de fuera.
Los que estaban aquí dentro les sonríen, les sirven gustosos, les pelotean, les aguantan sus desplantes, su mala educación, su borrachera contínua, su apestosa esencia. En cambio abrirán mucho los ojos al verme llegar. ¡Facha! murmurará alguno cuando me vea con una camiseta con el escudo de los tercios españoles del siglo XVI. ¡Racista! dirá otro si me vé con la de Don Pelayo, espada en alto, despanzurrando sarracenos. Y ya si llego con la de Gibraltar Español, me increparán por dañar sus negocios, por soliviantarles a los «señores» clientes.
Hay países y países. Hay países de hijos de puta y países de gilipollas. Hay países y… «Estepaís«.
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