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En el silencio de la noche (Una historia de Adviento)

Apareció en mitad de la noche, sobresaltando a todos. Su aspecto era inquietante. Su mirada inspiraba una sensación a medio camino entre el miedo y la tristeza. Sus rasgos, los de un cuerpo castigado y demacrado por milenios de odio y desesperanza. Altivo, se dirigía a los presentes, uno a uno, con aire de superioridad.

– No sé porqué sigues viniendo a este maldito río. Años y años en el mismo sitio y no consigues un mísero pez. ¡Necio! Abandona este lugar. Sígueme y yo te daré peces para que te hartes. Y tú, ¡pobre infeliz! ¿Acaso crees que sacarás de ese terruño lo suficiente para que tus niños malvivan? Siempre pegado a tu azadón, siempre regando con tu sudor la tierra, esperando la muerte sin más horizonte que el hambre. Y ¿qué decir de vosotros, ilusos? ¿A qué seguís esperando lanzando la voz al viento para que os compren vuestras pobres mercancías? ¿No veis que nadie aquí tiene ni para compraros? ¡Venid! ¡Seguidme ya! Y yo os llevaré dónde no falte el pan ni la plata. ¡Y ven tú también, pobre pastor! ¿Acaso no estás harto de aguantar el frío y la soledad de estos pastos? Sígueme hasta mi reino donde no habrá más frío y las más bellas mujeres te harán olvidar la soledad…Vosotros, ¿no os cansáis nunca de estar en esas míseras chozas que llamáis casas? ¿No os inflama el ver pasar los años sin abandonar nunca vuestro horno, vuestra fragua, vuestro taller…? ¡Seguidme os digo! ¡Salid de este lugar miserable! ¡Seguidme y encontraréis vuestros sueños!

Sus palabras resonaban con fuerza en cada uno de ellos, como si sintieran esa voz dentro de sus cabezas. Una sensación de frío les sacudía las entrañas. Todos ellos querían gritarle que se fuera, que los dejara en paz… Pero a todos se les anudaba la garganta y no podían articular el mínimo reproche. Algunos empezaban a llorar, por la tristeza infinita que aquella figura les inspiraba. Tras un silencio incómodo, el primero en reaccionar fue el viejo herrero. Accionando su viejo fuelle avivó el fuego. De entre las brasas sacó una barra de hierro incandescente, luminosa, abrasadora.

– ¿Ves este hierro? Pasará del fuego al yunque varias veces. Lo golpearé con toda la fuerza de mi brazo. Lo meteré en agua fría. Y al final, será una hermosa pieza de forja. No podría serlo si queda como un hierro frío y negro, como tu corazón. Aléjate de mí.

Un brillo de luz asomó a los ojos del resto de la concurrencia. Entonces, el pescador se echó al hombro su vieja caña y se alejó, en dirección al río, mientras gritaba:

– ¿Acaso puede un hombre saber cuándo pasará el gran pez? ¿No deberá estar alerta confiando en que la pesca será mejor hoy que ayer? ¡No vuelvas a molestarme!

Viendo alejarse al hombre con su caña, el labrador alzó su azadón en dirección al lúgubre visitante, al que espetó:

– De donde no sacaré alimento para mi familia es de tus palabras de perdición y engaño. Mis hijos aprenderán que cuidando la tierra y trabajándola, obtendrán de ella lo necesario para vivir. Pero la mentira y el mal no sacian el hambre. Aléjate pues, maldito.

– Puedes olvidarte de mí también, alma infernal -dijo entonces el pastor-. ¿Soledad y frío, dices? Mi corazón está caliente porque en la noche hablo al cielo y todas sus estrellas me escuchan. y ellas me dicen que permaneciendo aquí será como encuentre la paz y la compañía que deseo, mientras que siguiéndote no hallaré más que la de la desesperanza y el miedo.

Todos se fueron dispersando, contestando de maneras parecidas al tenebroso extranjero quien, furioso al ver que todos le daban la espalda, alzó su mano dispuesto a arrojar sobre ellos un holocausto de muerte y destrucción. Entonces otra mano detuvo la suya. Una mano fuerte que le dañaba su brazo y dejaba en nada la fuerza que él creía invencible. Se hizo una gran luz que le cegó. Cuando sus ojos se acostumbraron distinguió un rostro familiar.

– ¡Miguel! ¿Es que no podré librarme de tí?

– Jamás en toda la Eternidad. ¿Acaso no lo sabes? Alejaté de aquí. Ellos han elegido y han renunciado a tus tentaciones. Nada puedes sobre ellos. Vete. Vuelve a tu agujero al que te arrojamos antes de que la Tierra empezara a girar.

Dicho esto, Miguel levantó una espada de fuego y la infernal criatura, entre lamentos, se alejó como arrastrado por un repentino soplo de viento helado. Miguel miró alrededor. Pese a la distancia a la que ya estaban, él podía ver al pescador, lanzando una y otra vez el anzuelo al agua. Al herrero, dando forma al metal ardiente. A los tenderos, ofreciendo su mercancía… en suma, a todos entregados a su labor. Sonrió al ver a cada uno de ellos. Entonces el río se pobló de grandes truchas. El yunque modelaba las más bellas piezas. La tierra escupía grandes y jugosas verduras. Del horno emanaban ricos olores, y los puestos del mercado lucían llenos de género y rodeados de una multitud de clientes. Y con su vista angelical divisó a la entrada del pueblo a la pareja. La joven, sobre un borriquillo, resplandecía de belleza pese a evidenciar tensiones de parto y tranquilizaba al marido, nervioso por no encontrar cobijo.

– Mira, José, en ese establo estaremos bien.

Y su voz sonaba como una nana que acunara a todo el Universo. Miguel se detuvo a admirar su hermosura un rato. Después buscó un guijarro en el suelo polvoriento, lo cubrió con su aliento y lo lanzó hacia arriba. Subió, subió y subió, y allí arriba, colgado en medio del cielo, se convirtió en una brillante estrella. Muy lejos, más allá del horizonte, tres figuras escudriñaban la noche y al encontrar su resplandor, exclamaron:

-¡¡Allí!! Es la hora. Pongámonos en marcha.

Miguel contemplaba la escena, satisfecho, ahora desde el borde mismo de la Estrella. Y así estuvo toda la noche. A punto de rayar el alba, miró a lo alto y susurró:

-Verdaderamente esta escena es preciosa, Señor. Entiendo que los hombres quieran mantenerlo y revivirlo a lo largo de los años.

Dicho esto, inspiró profundamente y exhaló sobre el pueblo su aliento. Todo se fue quedando inmóvil. Cada uno adoptó la postura mil veces mantenida. Las estrellas se pararon y el fuego dejó de quemar. El agua se solidificó y se transformó en una arenilla azul. La luz del día lo inundó todo, y en medio de aquella inmovilidad, una voz se oyó, atronadora:

– ¡Mamá, mamá, las figuritas del Belén no están como anoche, se han estado moviendo!

Miguel rió abiertamente y, dejando una bendición en forma de beso sobre la frente de la niña, sin ser visto, se marchó.

Gonzalo García.
Adviento 2009.

5 Comments

  1. Guau!

    jueves, diciembre 17, 2009 at 11:58 | Permalink
  2. Pitufa wrote:

    ¡¡¡QUÉ BONITO!!!
    ¡¡¡ME HA ENCANTADO!!!
    ¿Tú estás seguro que lo tuyo es la informática? ;o)

    jueves, diciembre 17, 2009 at 13:44 | Permalink
  3. Gonzalo wrote:

    Por supuesto que estoy seguro de que… NO.

    Pero es en lo único que he conseguido engañar a alguien para que me pague…

    jueves, diciembre 17, 2009 at 13:47 | Permalink
  4. Seneka wrote:

    Muy bueno, Gonzalo. Muchas gracias.

    jueves, diciembre 17, 2009 at 21:23 | Permalink
  5. Kikas wrote:

    Jejeje, aunque haya gente a la que no le guste, es bonita la Navidad…se nos va hasta la mala lactea
    Felicidades a tí y a los tuyos, Gonzalo

    sábado, diciembre 19, 2009 at 10:39 | Permalink

One Trackback/Pingback

  1. Bitacoras.com on jueves, diciembre 17, 2009 at 1:44

    Información Bitacoras.com…

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