Los primeros nazarenos pasan por delante de sus ojos, que los contemplan con una mezcla de sorpresa y diversión. Supongo que no guarda recuerdos de la última vez que los vio. La llama de los cirios le asusta ligeramente, pero el primero que le ofrece un caramelo o una estampita vence sus reparos. Me pregunto qué pasa por su cabeza cuando ve tanta túnica y tanto rostro oculto desde sus infantiles ojos que todavía no han soplado tres velas.
Las filas van pasando y él se va cansando, alternando la «caza» de caramelos ayudado por una de sus hermanas con petición de brazos que le descansen. Los tambores se acercan, anunciando la llegada del paso, y él los siente como anuncio de algo relevante. Busca el origen del sonido y a lo lejos divisa el Misterio. Viene el Señor, le digo. Y entonces recuerdo la conversación que oí hace no muchos días.
Hablaban de la conveniencia o no de relatar a los niños la Pasión, o de la visión por parte de los mismos niños, de imágenes del Crucificado. Es muy fuerte para ellos, dicen. Incluso ponen el ejemplo de una niña que llora pidiendo «que no le cuenten ese cuento tan triste». Yo intervengo, sin gran interés ya que sé que hay quien no varía su opinión sobre determinadas cosas, vea o escuche lo que sea que se le muestre o cuente. Y que mantendrán sus posiciones más como posición ideológica que otra cosa. La cuestión es vieja: Aleja al niño de cualquier creencia. Mantenlo aislado. Y cuando tenga edad que se interese, o no, y que crea lo que quiera.
El caso es que recordando lo oído alzo a mi hijo en brazos para que vea la imagen cómo se le acerca, paso a paso, con el andar seguro de sus costaleros. Sus pequeños ojillos se clavan en Él. Recorren la imagen, desde cada una de sus llagas hasta su rostro herido. Cuando se alza justo frente a nosotros, apenas a un par de pasos, el niño alza su manita, como saludándole. Luego se besa repetidamente la palma y le lanza montones de besos, componiendo una oración sin palabras que sin duda llega directa al Cielo.
Llegados a casa, con su pijamita puesto y a punto de dormirse, busca entre las estampas recibidas. Encuentra una que muestra el Cuerpo maltratado y muerto entre los brazos de su Madre Inmaculada. Mira le escena muy de cerca, con mucha atención. Con su dedo índice, toca las caras del Cristo y la Virgen y dice algo en su idioma sólo inteligible para él. Luego besa la estampa y la abraza. Minutos después, duerme plácidamente.
Yo rezo a su Ángel de la Guarda para que vele su sueño, mientras me pregunto qué le debieron contar a aquella chiquilla para encontrar un cuento triste en la más bella historia de amor y entrega.
6 Comments
Me ha encantado
¡¡Precioso Gonzalo!!
Me ha enternecido y emocionado tu relato.
Eres una padre ejemplar pues sabes muy bien que la formación empieza desde la infancia.
Un afectuoso saludo.
En toda historia, aunque parezca aséptica, interviene de modo notable la actitud (Y la aptitud) del narrador.
Tus hijos tienen la inmensa suerte, en este caso, de contar contigo
Los míos, desde luego, no son tan afortunados…en este caso
Bueno, bueno, Maite, no exageremos que disto mucho de ser padre ejemplar.
Kikas, déjame a los tuyos una semana santa y yo te dejo al enano para que le enseñes a jugar al rugby.
Gonzalo, no es justo…
Yo te devolveré al tuyo convertido en un caballero y a mí los míos me vendrán hablando de cosas que ni entiendo ni comprendo….
¿No se te ocurre un trato menos ventajoso?
😉
Bueno, podemos completar la oferta con un curso a tus retoños por parte de mi señora para enseñarles a hacer torrijas y así cumplimenten debidamente a su señor padre a su regreso.
Eso sí, que te conozco… yo pongo el curso. Los 15 kilos de pan y otros tantos de vino, miel, canela, limón y huevo para satisfacerte los pones tú.
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