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Paseando por el barrio

Mi hija mayor desaparece dentro del portal. Debo recogerla en una hora. Ir a casa y después volver sería dedicar los 60 minutos a calentar el asiento del coche. No tengo recados que hacer. Así que aprovecharé el tiempo rezando y el rato que me quede lo dedicaré a pasear por el barrio. Hace mucho que no lo hago. Sí, he pasado por él. He andado por él. He estado en él. Pero hace años que no paseo por él. Eso -el no pasear mucho por él- no debería ser extraño. El barrio es feo. Siempre lo ha sido. Como todos los barrios surgidos en el desarrollismo del último tercio del siglo pasado.

Cruzo la calle buscando el camino que me lleve a la parroquia. Allí, en la acera, una niña de no más de 8 ó 9 años juega con el que parece su hermano menor. Tengo que esquivarlos porque en el momento culminante -así debe ser por las risas de ambos que inundan la calle- ruedan por el suelo justo delante de mí. Me fijo en ellos. Sus caras, radiantes de felicidad, dejan bien a las claras que son españoles. De pura cepa. ¿Que cómo lo sé? Morenos de pelo y tez, con la nariz chata y los ojos rasgados, denotan su pura sangre española. Del otro lado del Atlántico, claro. Se levantan rápido y salen corriendo, continuando el juego. No encuentro en la ancha acera con veladores a quien me parezcan sus padres. Intuyo que deben estar en uno de los pequeños negocios que en los últimos años han proliferado en esa manzana y las más cercanas. Una mujer de edad parecida a la mía que camina en dirección contraria y que también tiene que esquivarlos los fulmina con la mirada, y le adivino un gesto de repulsa a la visión de los niños por el suelo sucio.

Sigo mi camino. Iba hacia la parroquia, ¿recuerdan? Sí, es verdad que la parroquia no desentona. Es tan fea como el barrio, una nave rectangular en la que dan ganas de pedir perdón a las imágenes por colocarlas allí. Pero allí está el Señor escuchando la oración que me costaba componer y que luego puse aquí en orden. Y allí, en la parte de abajo, está la pila en la que me bautizaron. Espera, ¿y la pila? ¿qué han hecho en esa parte? ¿por qué parece la sala de espera del consultorio?

Sigo mi camino. Me sorprende encontrar todavía algunos de los negocios que dejé allí hace décadas y de los que apenas guardaba recuerdos. En sus mostradores, matrimonios mayores me hacen recordar a jóvenes emprendedores que un día llegaron. En cambio, me sorprende leer un “se alquila” en aquel local que durante años nos surtió de regalos y chucherías. A su lado, invencible, la heladería que surtía nuestros postres dominicales del mejor helado del mundo sigue ofreciendo sus delicias, si bien donde aquella pesada puerta con marco de hierro sacudía una campanita para que la misma señora de siempre con su uniforme de rayas blancas y rojas nos saludara atentamente, hoy se abren automáticamente hojas de vidrio, detrás de las cuales un puñado de chavales jóvenes atienden mecánicamente al público.

Me fijo entonces en un grupo de adolescentes que entran en un portal. Llevan la falda del uniforme remangada bajo el niki, convirtiéndola en más (o menos) que mini. Parecen intercambiar opiniones sobre gravísimos asuntos de importancia capital, entre “tía, qué fuerte” y “te lo juro, ¿no?” Por la siguiente esquina asoman ahora unos chavales de edad parecida. No puedo apreciar bien la expresión de sus caras porque algo que se supone que es un cuidado corte y peinado en el mejor de los casos se la oculta, cuando no mueven a la lástima. Intento entonces coger al vuelo alguna frase que me revele por dónde van sus inquietudes, pero parece que los extraterrestres les han implantado unos extraños aparatos en la boca que les hace hablar idiomas alienígenas.

Busco con la mirada chavales más pequeños, de menos de diez años. Veo muy pocos. Uno sigue apresuradamente a su madre de compras. Otro carga mochila y carpeta, y entra corriendo en un portal mirando el móvil. Otros dos andan apresuradamente, uno junto a otro, en la misma dirección, pero sin mirarse el uno al otro. El tecleo en sus blackberrys no les deja tiempo para ello.

Entonces, cuando estoy llegando a mi destino, pienso en lo que falta allí. Al fondo se alzan los árboles del parque. Entonces me paro, respiro hondo y sigo buscando. No encuentro. Cierro los ojos y entonces me veo, con 9 ó 10 años, quedando con mi amigo Miguel, al que hace más de 30 años que no he vuelto a ver, en el kiosko bajo la casa de sus tíos ¿o eran abuelos? para, cada día, correr juntos al parque, encontrarnos con amigos que lo eran desde ese momento, hacernos una colección de heridas que curábamos en una fuente o con saliva, correr por las calles persiguiéndonos y, en alguna ocasión, rodando por el suelo y recibiendo la queja de algún viejo cuarentón al que casi arrollábamos.

Y entonces, en medio de la calle, me pongo a reír. Y siento como mía la risa de aquellos niños que hace ya casi una hora jugaban allí, en aquella acera, junto a la que otros niños pasan deprisa, corriendo, y engañados, creyendo que en sus aires de importancia, en sus braquets, en sus móviles y en su falsa madurez hay algo mejor que en rodar por el suelo que ellos ven sucio.

5 Comments

  1. Kikas wrote:

    ¿Las madres de entonces eran muy diferentes de las madres de ahora?

    domingo, mayo 20, 2012 at 10:44 | Permalink
  2. AFP wrote:

    Sería interesante algo intermedio. Acabo de ver por el barrio dos niñas 7-8 años, con dos bicis modelo hello Kity impecables, cascos, coderas y rodilleras incluidas ( velocidad media 0’05 km/h ) y tres o cuatro personas mayores de coche escoba.

    domingo, mayo 20, 2012 at 13:22 | Permalink
  3. Gonzalo wrote:

    Interesante pregunta, Kikás. Mi madre, que era madre de aquellos tiempos, dudo que permita que mis hijos rueden por el suelo ahora.

    Compadre, eso te pasa por quedarte en el barrio. A todo esto, iba a haber quedado hoy contigo pero la tropa ha puesto de su parte para lo contrario. A ver si te llamo en un rato.

    domingo, mayo 20, 2012 at 17:52 | Permalink
  4. Mis hijas han estado toda la tarde al sol, con sus bicicletas en la calle. La calle, en realidad, es un callejón. Por el pasan mi coche, el de mi señora y el de una vecina inglesa que vive en la casa de al lado. Fuera de eso, solo bicicletas, peatones, carritos de la compra y carritos de bebé. Enfrente, con solo cruzar la calle, el parque del ayuntamiento donde hay un enorme sauce llorón a que mis hijas llaman «su casa» y debajo de cuyas ramas juegan durante horas a «las casas», «las tiendas», el escondite y otros juegos que se inventan ellas solas sin necesidad de «vigilantes de la playa» ni «animadores culturales». Lo sé, soy un inconsciente. Cualquier día un perro perfectamente vacunado y «chipeado» les puede dar un mordisco o un vehículo automóvil con todos sus papeles en regla me las puede atropellar. Pero prefiero que jueguen bajo un sauce llorón (no homologado por la autoridad competente), y vengan de vez en cuando llorando con un arañazo o una espina o llenas de sarpullidos por haber caído en una ortiga que convertir a mis hijas en minusválidos necesitados de asistencia permanente.

    domingo, mayo 20, 2012 at 18:19 | Permalink
  5. Javier wrote:

    Cómo hemos cambiado… o como nos han cambiado.

    lunes, mayo 21, 2012 at 18:17 | Permalink

One Trackback/Pingback

  1. Bitacoras.com on domingo, mayo 20, 2012 at 2:31

    Información Bitacoras.com…

    Valora en Bitacoras.com: Mi hija mayor desaparece dentro del portal. Debo recogerla en una hora. Ir a casa y después volver sería dedicar los 60 minutos a calentar el asiento del coche. No tengo recados que hacer. Así que aprovecharé el tiempo reza…

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