Cuando los días iban eran ya muy largos y cada vez más calurosos, sentía que cada mañana saltaba más inquieto de la cama. Se vestía en un pispás y se iba a la calle. Su madre le afeaba que apenas desayunaba y casi tenía que cogerle al vuelo para que recogiera su taza y su plato antes de salir. A la carrera por la escalera, cada día la misma y única conversación: ¿Dónde vas?
Por ahí. Desde que acabó el colegio, hacía ya un par de semanas, cada día era lo mismo. Este chico, con qué ganas ha cogido el verano, con lo tristón que anduvo todo el invierno. Invierno frío, como todos allí. Más de un día tuvieron que ir a buscarlo entre la nieve porque se quedaba allí, en la peña, mirando al horizonte, mientras el frío calaba y los caminos se iban cerrando. Estás tonto, chaval, te va a dar algo. Él se encogía de hombros y a regañadientes iba a casa. Se secaba, entraba en calor y se quedaba en el viejo mirador de madera, con la vista de nuevo fija en el horizonte.
Pero ya era verano, y ahora podía salir corriendo a la calle, libre como siempre, y correr a la peña, o buscar en el monte al tío Sixto, que con su rebaño recorría una y otra vez la comarca. Y vuelta a la peña, a mirar al horizonte, pero ahora con un gesto distinto, con una luz en los ojos que no tuvo en todo el invierno. Bajaba un rato y jugaba con los otros chavales. A lo de siempre. Pelota, escondite o guerra de piedras. Pero al rato desaparecía y subía otra vez a la peña, y seguía escudriñando el horizonte.
Había luz en sus ojos, digo. Las lágrimas secretas y heladas del invierno ya no estaban, y ahora sentía un revuelo en el estómago y una ansiedad… y le entraba la risa, y se ponía a correr y saltar… Y nadie sabía qué le pasaba. Y allí, en la soledad de la peña, de sus labios sonrientes salía ahora lo que en invierno masticaba en llanto. «Alicia», repetía hacia los cerros lejanos. Intentaba distinguir los diminutos coches que allí, en la cuesta de la ermita, se adivinaban viniendo por la carretera. Y mientras tanto se imaginaba recibiéndola y diciéndole todo lo que el verano pasado dejó escondido y que en el invierno le recomió por dentro. Imaginó su sonrisa al verle, y cómo ella le confesaría que también le lloró durante todo el invierno. A la tarde volvía a bajar de la peña, pensando en que mañana, ya seguro que mañana, distinguiría su coche acercándose por el valle.
«Alicia», susurraba antes de conseguir dormir.
Y así vivió días y semanas. Y la luz en sus ojos se fue apagando. Y la peña volvió a verle llorar. Y fue ese día, el que volvió a llorar, cuando mucho más allá del horizonte, en una playa lejana, una mujer observaba cómo su hija perdía la vista en el mar.
«Alicia, hija… ¿en qué piensas».
«Es raro, mamá. De repente, no se por qué, me he acordado del niño del verano pasado, ese del pueblo que me miraba y salía corriendo».
2 Comments
Un escrito muy bonito y sensible…no me creo que sea tuyo
😉
Me inspiro leyendo a un viejo calvo que pretende hacernos creer que viaja en un blog que se llama de allá para acá o algo así.
😛
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