Leo una interesantísima entrada sobre el tema que recoge D. Enrique Monasterio. Al hacerlo, me viene a la cabeza lo que me ocurrió la primavera pasada.
Volvía de la Feria de Sevilla. Mi mujer, embarazadísima por entonces, se quedó en casa y a mí me tocó el cumplir el trámite y llevar, al menos un día, a las niñas. Por cierto, que a la ida tuve una pequeña aventura que ya conté aquí. En la feria habíamos quedado con mi cuñada y mi sobrina, para que las primas pasaran un rato juntas en una caseta.
A la vuelta, ya de noche, con el trabajo que pueden imaginar que cuesta tirar de tres niñas de entre 5 y 9 años vestidas de flamenca a las que les duelen los pies pero a la vez no quieren volver a casa y en cada esquina se distraen, tira cada una para un lado mientras nos cruzamos con centenares de personas en sentido contrario y algunos caballistas despistados, coches aparcados en espacios imposibles y ¡leñe! entre los que yo quepo mal que bien pero no me he fijado y ahora se han enganchado los volantes de la niña en el parachoques… espera hija que como tires esto se rompe y verás mamá cuando lo vea…
En fin, lo que viene siendo una vuelta de la feria con todos sus avíos. A lo que iba. A la vuelta pasamos por la esquina del bloque dónde yo viví hasta los 14 años. Delante de él, su zona de aparcamientos al aire libre y ajardinados. Me paré en la esquina y me asomé entre los setos que ahora lo cercan, aislándolo del exterior, y allí contemplé el follón de coches que ahora se amontonaban. Háganse cargo que en mi infancia, lo normal es que por cada casa hubiera un coche, en algunas ninguno y en unas pocas dos. Y eso con hijos mayores incluidos. Llamé la atención a mis hijas.
– Mirad, aquí vivía yo de pequeño. Y en esta parte de aquí jugaba.
– ¿Qué es, un parque? ¿Y a qué jugabas?
– Pues por ahí corríamos, nos escondíamos, trepábamos a los árboles, saltábamos… entonces estas puertas no estaban, y los amigos del barrio nos juntábamos por aquí, nos buscábamos y cuando éramos un número grande, aunque muchos no nos conociéramos más que de vista, organizábamos grupos y ¡a correr! [1] De ese limonero me caí una vez de cabeza intentando darle un susto a un amigo. ¡Vaya bronca me echó la abuela! Y contra esa palmera me caí cuando ella y yo éramos pequeños, y todavía tengo un trozo del pincho que me clavé dentro de la rodilla. Aquella reja de allí nos la saltábamos hasta que uno de la pandilla se hizo una raja tremenda con el filo oxidado. Y desde ese balcón me llamaban los abuelos si la comida ya estaba y yo todavía no había subido. Y una vez nada más. Que si había que llamarme una segunda ya era para no comer y quedarme castigado.
Veía como mis hijas me miraban como pensando «¿pero qué me estás contando?». Volví la mirada al que fue mi campo de mil batallas, y pensé en voz alta: «Claro que entonces los niños jugábamos, trepábamos, inventábamos e imaginábamos. Y no estábamos todo el día ahí con las consolas, las teles y la madre que las trajo, como los niños de ahora que estáis todos amariconaos». Detrás de mí oí, en voz baja, a mi hija pequeña.
– Tía Pepa, ¿qué es eso de que los niños estamos marinonados que dice papi?
– Nada, cariño. Que tu padre está mayor.
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Están amariconados, pero no lo digo muy alto no sea que me lea mi contraria. Y es que soy un padre peligroso que le gusta que sus hijos siempre se encuentren al filo de lo imposible, ya sabes, jugar en la calle, ir solos al cole, en fin, esas cosas que hacen que un día el fiscal de menores me vaya a quitar la patria potestad.
Luego con 30 años, todos viviendo en casa de papi y mami y sin saber coger un autobús solos
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