Escribiendo un comentario en el blog ciberdiario del amigo Fuego Negro contaba ayer por enésima vez un ejemplo surgido en una conversación. Se trataba de la falta de civismo entre determinados grupos de adolescentes y la responsabilidad paterna. Allí Kikas proponía doblar la saludable dosis de guantás que debiera recibir el niño para administrárselas al padre, encantado de tener un cacho de cabrón como heredero.
La conversación original tuvo lugar en casa de unos vecinos. Y ellos me contaban sobre una familia que vivía en su antiguo bloque, con dos hijos adolescentes temidos por todo el barrio. Como ejemplo de lo cafres que llegaban a ser, me contaban que un día tiraron un adoquín desde el balcón. El peñasco cayó en lo alto de un coche, reventando el techo. Evidentemente, si hubiera caído sobre alguien, no lo hubiera contado. Eso antes no pasaba, sentenció mi vecino. Yo discrepé.
Que un niñato tire una piedra por un balcón habrá pasado siempre. Seguro. El problema, la diferencia que hace estos tiempos peores, es que entonces uno no tenía más que recoger la piedra, subir al piso en cuestión, llamar a la puerta, y amablemente decirle al padre o a la madre de las criaturas: «Perdone, mire lo que han tirado sus niños por el balcón destrozando un coche y habiendo podido matar a alguien». Los padres nos habrían dado las gracias, nos habrían pedido perdón, y seguro que se iban a encargar de que a los niños se les iban a quitar las ganas de tocar una piedra más en toda su vida.
Sin embargo, eso pasa hoy, cogemos la piedra, subimos, llamamos a la puerta, le decimos eso mismo al padre y seguramente primero nos insulta, después nos prohíbe meternos con su familia, luego nos patea escaleras abajo, y cuando estemos en el rellano llama a sus niños para que nos rematen con el adoquín en la cabeza.
Ese es el desgraciado cambio, la desgraciada diferencia, entre aquellos y estos tiempos.
3 Comments
Sí esa es la diferencia. Cuando yo era niño iba a clase conmigo un chico dos años mayor que yo, pues había repetido dos veces, se llamaba, pongamos Jaimito. Era un individuo no demasiado alto pero fuerte como un oso. Tenía a todo el colegio atemorizado. Amenazaba, pegaba y humillaba a los otros niños. Nuestro maestro (digamos don José) era un hombre de pequeño tamaño pero muy enérgico y de mano suelta por así decirlo. La mínima indisciplina la resolvía con dos guantazos. Un día el maestro. sorprendió a este chico masturbándose durante la clase. No era la primera vez, pero ésta le pillaron. Solía hacerlo delante de otros chicos, presumiendo de que su pene era mayor que el de los demás (en esas edades, dos años hacen una gran diferencia). Yo pensaba que don José le iba a dar tortas hasta en el cielo de la boca. Pero supongo que le chocó tanto que no le castigó. Simplemente le dijo que se marchara de clase y que no regresara hasta que viniera su padre a hablar con él. Jaimito lloró, suplicó y pidió de rodillas al maestro que olvidara el incidente y, sobre todo, que no se lo contase a su padre. «Pégueme, castígueme sin recreo todo el año, pero por lo que más quiera no se lo cuente a mi padre, porque me va a matar». Su padre era un hombre de modesto origen, honrado y trabajador. No tenía otra cosa que su buen nombre. Si hubiese descubierto que su hijo se la pelaba en clase, creo en verdad que lo habría matado. No sé si al final el maestro se lo contó a su padre o no, pero el matón desapareció de la escuela. Su padre se lo llevó a trabajar (entonces la enseñanza no era obligatoria hasta los dieciséis como ahora). Me pregunto que habría ocurrido hoy, «en estos tiempos» como tú dices.
Gonzalo, yo tengo unos derechos de imagen.
Por esta vez te perdono.
Mejor, dime a qué padre hay que comenzar a educar, que hoy vengo calentito
Lo que dices de la educación obligatoria es otra, Fuego… Cuando un «niño» de 16 años está en que no… a ver qué coño hace incordiando en el instituto sin poder mandarle a aprender algo útil, que seguramente podría enderezar su vida y dejar de incomodar la de los demás alumnos.
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