Algunas veces ojeo revistas de decoración. Al casarnos, mi mujer las consultaba durante un tiempo pensando el el estilo en que amueblaría tal o cual rincón de la casa. Los días de la limpia veraniega, uno de los cargamentos más pesados eran esos miles de páginas.
Los muebles de mi casa, hoy, son en un gran porcentaje heredados, en otro gran porcentaje comprados aprovechando alguna oferta y en contadísimas ocasiones (así de contadas: una y dos) muebles a medida y según necesidad, a nuestro gusto y, por tanto, bien pagados.
Hace años que intento completar con un par de modelos concretos… y ya hasta Ikea ha dejado de fabricarlos.
El caso es que, quizás por inercia de aquellos «fíjate, me gusta este tipo de (mesa, silla, estantería, armario…) para tal habitación» siempre asentidos y aceptados por mi parte, cada vez que veo una revista de esas, o una web de decoración, o un simple catálogo de muebles, no me resisto a echarles un ojo. Y veo esas estanterías horribles supermegamodennnas que te rilas, o esos espectaculares escritorios clásicos de madera maciza, o esas preciosas alacenas rústicas, o esas repulsivas mesas de metacrilato, acero y aleación traída de Raticulín… En todos me fijo, todos los escudriño, palmo a palmo, pixel a pixel… Y en todos echo en falta lo mismo.
Uno de los pocos muebles que se salen del tipo descrito en mi casa es la mesa baja que tengo entre los dos sofás de mi salón. Recuerdo perfectamente el día en que la vi en la tienda en la que estábamos poniendo la lista de bodas. Normalmente para esas cosas yo me limitaba -como todos- a ir detrás de mi entonces novia respondiendo un sesudo y contundente «aaaa-já» a cada selección. Sólo hubo dos cosas que yo señalé: Una imagen de la Inmaculada y esa mesa. Además fue llegar a la tienda, verla en el escaparate, señalarla y sentenciar, sin derecho a réplica: «Quiero esa mesa para el salón».
Y en mi salón está esa mesa. Hoy la miro y la comparo con las mesas que veo en las revistas, en las páginas de internet, en algunos programas de televisión. Y me entristecen esas mesas ajenas, sin alma y sin alegría. Algunas feas, otras normaluchas, unas pocas preciosas obras de ebanistería… pero todas sin alma. Miro la mía, que al principio pretendí cuidar y mantener impoluta, pero que cualquier día se desfonda, aparto cuatro libros de Gerónimo Stilton, un Mortadelo, un folleto del carrefú roto y mordido, dos lápices sin punta y riño al enano que se ha vuelto a subir en ella mientras se come a pellizcos la carcasa de un deuvedé…
De camino a su cuarto sigo comparando y sigo viendo el alma de mi casa y la falta de las casas ajenas. Mientras por el pasillo recuerdo los impolutos y brillantes pasillos de las revistas, esquivo en el mío un cochecito, una zapatilla y tres pelusas. Al pasar las rayas hechas con lápiz en la pared llego a su cuarto. Tropiezo con un juguete pero la costumbre me hace mantener el equilibrio. Mi mujer llama a las niñas a recoger, enfadada. Yo le secundo, claro, y les amenazo con castigos, como debe ser.
Pero en secreto respiro hondo disfrutando de que mi casa, a diferencia de la de esa gente irreal, estirada y fría, tiene alma. Aunque a veces haya que apartar sus trozos para no clavártelos al sentarte en el sofá.
8 Comments
Lo de las pelusas no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo. Creo que se autoreproducen o yo qué sé. Si esta mañana lo he barrido todo ¡¡aaaaagggggghhhhh!!
A lo mejor mi marido tiene una máquina fabrica-pelusas para hacerme rabiar y todavía no he descubierto donde la esconde 😛
Yo lo que creo es que las pelusas estaban aquí antes que nosotros, así que es justo respetarles su espacio y ecosistema e intentar no molestarles.
Además es quitarles un juguete a los niños, con lo que disfrutan persiguiéndolas…
Esas casas son de cartón piedra, Gonzalo.
Son como las chicas que se desnudan en las revistas No las ves en la calle porque no existen
Ahora a la porquería le llaman alma. Guarro que eres un guarro.
Mmmmm… se me ocurren varias decenas de razones para llamarme guarro, todas ellas justificadas… pero no el tener mortadelos y un deuvedé medio masticado por medio.
😛
El alma es intrínseca a las personas, no a las cosas. Cuando una casa tiene alma es porque hay personas que viven en ella y “se la prestan”. Las casas de las revistas lucen muy bien en las fotos, pero son casas muertas, casas puestas par al foto, pero donde no se percibe el carácter de la gente que la habita porque no están habitadas, o al menso los muebles que exhiben en el momento de la foto no conviven con las personas.
Me gustan las casas limpias y ordenadas, pero todo con límites. No soporto un salón en el que no hay ni un libro, ni una revista, ni un deuvedé mordido o, en mi caso, los mandos de la play sin recoger, el mando de la tele en medio del sofá o el posavasos que anoche no retiré de la mesa baja. Una chaqueta en el brazo del sofá, o el bolso de mi mujer en el estante más bajo de la estantería de la entrada forman parte del paisaje que me gusta y, si no están ahí, no es mi casa.
Me gustan las casas con alma.
Exacto, Interruptor.
Esas casas -no necesariamente de las revistas, también de gente de carne y hueso- en las que no se ve un sólo libro, unas llaves, un boli sin capuchón junto a un papel con algo ilegible…
Decorados, falsas, frías.
Pues te envidio por haber encontrado esa mesa, yo después de 7 años buscando una mesa «ideal» para el salón, he claudicado y tengo una magnífica mesa azul eléctrico de plástico de Ikea llena de arañazos y pintura… y lo de las pelusas no me lo creo, que mi’mana se lleva to er día con la escoba y la fregona en la mano, lo puedo asegurar…
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