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12 de Octubre

12 DE OCTUBRE

FIESTA NACIONAL

VIVA ESPAÑA

VIVA LA HISPANIDAD

En la celebración de la Fiesta Nacional de España, felicidades a todos y un abrazo a todas las naciones hermanas con las que también celebramos la fiesta de la Hispanidad y, por supuesto, el día de Nuestra Señora del Pilar.

Desafecto, a buenas horas

Aparecía ayer un estudio del CIS según el cual sigue subiendo el desafecto de los españoles hacia la clase política. Normal, dice el personal. Esperable, por lo mal que lo están haciendo, leo por ahí. A mí, qué quieren que les diga, me apena. Mucho.

No, no defiendo a los padrastros de la Patria, por supuesto. Aunque no me han preguntado, yo estaría entre los que denunciarían a la casta infame como un problema. Hasta me parece corto el porcentaje que responde eso. Lo que me apena… o más bien lo que me toca las narices, es que hace apenas unos pocos años, cuando la clase política era la misma que ahora y cuando su actuación dejaba bien a las claras que el horizonte inevitable era llegar exactamente a lo que hemos llegado, la cosa parecía no preocupar más que a unos pocos aguafiestas. La mayoría estaba encantada. La mayoría tan solo se quejaba de que algunos agoreros decían que íbamos a la ruina. La mayoría se quejaba del extremismo de quien señalaba que los 350 culos calientes del congreso no representaban a nadie.

¿Qué ha ocurrido con los que ahora protestan pero antes no eran parte de esos pocos aguafiestas? ¿Evolución, falta de perspectiva, aprendizaje…? Ojalá. Si fuera por eso, la cosa sería aceptable. Lo malo es que lo que me parece es que todo se debe a que ya no caen migajas.

Con las injusticias de la generalización: ¿Ahora lo que pide el personal es justicia? ¿O lo que pide es su parte? Ya no hay pezón para todos. Y ahora, los mamones protestan. No porque la clase política sea infame, sino porque les han dejado sin lo suyo.

7-O: Aborto cero, pero cero de verdad

Mas, Carrillo, Independencia, Constitución

Quisiera dedicar una entrada extensa y profunda al problema del órdago separatista, pero son tantos los puntos que habría que tocar para dar una visión mínimamente objetiva, y tan pocas oportunidades de sentarme durante el tiempo suficiente para hacerlo…

Al menos, no quiero dejar pasar la ocasión sin dejar alguna reflexión al respecto. Por el título podría parecer que mezclo churras y merinas, pero creo que la relación es clara, salvo para el que no quiera verla.

A ver: Ante el desafío independentista de Artur Mas, Marianiño el corto se pone muy estupendísimo proclamando que como respuesta cumplirá con su deber de «aplicar la Constitución y las leyes”. La claque que todavía le sigue suspira aliviada, España está a salvo, la Constitución se impondrá.

En el panegírico comunitario y de obligado cumplimiento que hemos sufrido en los últimos días por el fallecimiento del histórico asesino Santiago Carrillo, por parte de los medios y partidos políticos “constitucionalistas” (y no pido perdón por la calificación, ya que ellos mismos son tan retrasados que así se autodenominan, incluso con orgullo) se ha insistido hasta la saciedad en la importancia, en el papel fundamental que para la Constitución del 78 jugó el de la peluca. Incluso el principal beneficiario de la C78 ha dejado de lado su intensa actividad habitual y asistió, compungido pero esta vez sin caerse, se conoce que iba más sereno, a llorar su cuerpo tibio y volver a señalarle como pieza indispensable para el orden reinante.

A la vez, representantes de fuerzas separatistas o próximas al separatismo, también soltaban sus moquillos, insistiendo estos también en la labor fundamental de Carrillo para llegar al marco actual… y a la vez señalándole como “amigo” de sus grupos y posiciones. “Uno de los pocos amigos que tuvo siempre Cataluña”, dijo Tardá, y ya sabemos que esta gente cuando dice “Cataluña” no dice Cataluña, sino su concepto excluyente de Cataluña.

Si quieren les ato los cabos, pero creo que no hay que ser un lince para hacerlo ustedes mismos. La pieza fundamental de la C78 es a la vez uno de los pocos amigos siempre fieles de los que buscan la Independencia; la aplicación de la C78 y las leyes durante 35 años es exactamente lo que nos ha llevado a esta situación… y la medicina de algún imbécil compulsivo y de su claque es, precisamente, más C78.

Por ir concluyendo dejando clara mi postura: La C78, su régimen y todo lo que le cuelga, es la responsable directa de esta situación. La continuidad de tal engendro no lleva sino al agravamiento del problema y a su tristemente previsible solución traumática.

Este es el régimen del 78. Sobre él algunos avisaron desde el principio de que llevaría a la situación exacta que vivimos hoy. Pero la estupidez reinante y que nos iba a llevar al futuro y al progreso (y que dicen que nos dimos a nosotros mismos) se burló de los avisos y despreció a los avisadores. Ahora se preguntan cómo es posible que estemos así y buscan culpables, como siempre externos.

Siento no tener tiempo para dedicar al tema en profundidad. Y darle lo suyo a los separadores, también criados con mimo por el nefasto régimen del 78, y tan dañinos o más que los separatistas.

Separadores que, alentados por sus caciques locales, embistieron gustosos a los trapos de los separatistas, convirtiéndose así en argumento necio de personajes que pudieron –y pueden- esconder sus vergüenzas, sus nefasta acción de gobierno, su corrupción y su estafa en el insulto de miles de imbéciles bien adoctrinados.

El que no se convirtió en separatista, está encantado de ser separador.

Qué asco de unos y de otros. Y qué pena que la única solución que la chusma dirigente propone sea aplicar, más aún, el veneno que lo ha hecho posible.

En la muerte de Carrillo

Cuando hace más de 20 años murió Dolores Ibárruri, públicamente alcé una copa en un bar y en voz muy alta para que me oyeran bien brindé «por librarnos de una asesina estalinista». Yo rondaba los 20 y necesité varios años más para entender que aquello estuvo mal. No por llamarla asesina estalinista, que lo era. Por celebrar la muerte de otra persona.

La pasada tarde saltaba la noticia de la muerte de Carrillo, otro asesino estalinista. Y seguramente mucha gente cercana haya sentido el impulso de alzar la copa y celebrar su muerte. Pero yo ya no tengo 20 años y no lo he hecho. Y no lo he hecho, primero, porque mi obligación inexcusable es, antes que nada, pedirle a Dios Todopoderoso que se apiade de su alma.

No. Yo no quiero alegrarme de la muerte de nadie. Se lo dejo a los creadores de anuncios apocalípticos del efecto del tabaco, que por fin se libran de tan duro obstáculo. Y no quiero alegrarme porque, para empezar, yo no quiero ser como Carrillo. Él sí se alegraba de las muertes ajenas, y brindaba por ellas. Y no me refiero a la muerte de ancianos en la cama del hospital, sino de caídos por las balas y bombas terroristas, que tanto celebró.

Lo primero que me viene a la cabeza, evidentemente, es su responsabilidad directísima en los miles de asesinatos en Paracuellos. Pero Carrillo merece mucha más atención. Militante del PSOE durante la II República, se mueve hacia el PCE en el mismo 36. Es decir, pasa del partido más violento de la II República al partido que convirtió (o que terminó de convertir) la Zona Roja durante la Guerra en un gigantesco ensayo del peor Stalinismo. Después de la guerra, vivió amamantado por el régimen de Stalin, al que abrazó con entusiasmo, viviendo en la opulencia mientras los propios «niños de la guerra», lo hijos de tantos españoles engañados por Carrillo, Pasionaria y otros criminales, que los mandaron a la URSS confiados en que era lo mejor para ellos y allí fueron abandonados y olvidados por estos prendas. Durante la guerra fría eligió como su «padrino» al tirano rumano Ceaucescu, el más sanguinario criminal de todos los presidentes de sus queridas democracias populares.

Dicho esto, hay que reconocerle algo a Santiago Carrillo: Siempre fue antifranquista, cuando el único antifranquismo que existía era el del PCE. En esos años, los antifranquistas que aparecieron a partir del 21 de noviembre de 1975, sobre todo los que desde el PSOE dan lecciones de democracia, estaban muy ocupados alabando el trabajo de sus padres para el régimen franquista. Pero, ojo… el antifranquismo del PCE lo que pretendía (y ahí están los discursos de la época) era salvar a España… ingresándola en la órbita soviética.

Y llega la transición. Y recordando aquellos años los medios mean hoy colonia ensalzando la labor de Carrillo en la misma. Bien, es cierto. Carrillo lleva al PCE hacia unas posturas desconocidas hasta entonces. Lo que no están diciendo es que lo hace siguiendo órdenes de la Internacional Comunista, buscando no el bien de España o la reconciliación, como dicen hoy, sino lo más conveniente al partido. Que un hasta entonces inerte PSOE le ganara la partida gracias a la financiación recibida de descendientes de jerarcas nazis… eso es otra historia. El caso es que todo aquello acabó con el mejor servicio que Carrillo prestó a España: la práctica liquidación del PCE. Pero sí, colaboró con la transición y con esta constitución que hoy sufrimos. Y como ni la transición ni la constitución actual me parecen hechos de los que estar contentos, no seré yo quien considere su colaboración como algo bueno. Allá el resto.

Dicho todo esto, y mientras en la tele su fantasma cuenta que en Madrid había una violencia incontrolabe y que él qué iba a saber de las sacas y tal y tal, recuerdo que hace no muchas semanas saltó la noticia de que Carrillo había sido ingresado. Por pura evidencia biológica, muchos dudamos si saldría de allí. Hay cosas que no son casuales. Quiero pensar que fue un aviso, que le encargaron recoger el petate, y que quizá le sirvió para, por fin, recapacitar y sentir verdadero arrepentimiento. Al que un católico sólo puede responder con el perdón y la confianza en la Infinita Misericordia de Dios.

Pero una cosa es esa, el obligado perdón, y otra la necesaria justicia de no ocultar la verdad.

Que los caídos por su mano, entre los que se cuentan tantos santos mártires, hayan intercedido para que, aunque tarde, recapacitara.

Descanse en Paz.

Uno, dos, tres… ¡catorce!

A veces me he puesto, de manera casi inconsciente, a dividir mi vida en partes iguales y compararlas. Y me acabo de dar cuenta de que llevo en este valle de lágrimas una vida que puedo separar en tres tercios de catorce años.

Tras el primero de esos tercios yo era supongo que tan tonto como cualquier otro chaval de esos catorce años. Pensando que ya sabes de qué va esto, incluso sosteniendo que tienes más o menos pensado qué harás de mayor (de más mayor, claro, porque con catorce ya lo eres, ja). Te haces la idea de quienes estarán ahí mañana, igual que hoy. Y algunos incluso se atrevían a confiar en que aquella muchacha sería la que estaría a su lado para siempre.

Pero llega el segundo tercio. Y lo completas. Y compruebas que aquellos amigos que lo serían para siempre, de algunos tienes dificultades hasta para recordar el nombre o son sólo una leve imagen borrosa de una cara que no sabemos situar. Y qué decir de aquellas muchachas a las que susurramos amor eterno, que tuvieron la sensatez de rechazar nuestra oferta y partir sin despedirse… Sí, eso eran cosas de chiquillos. Ahora ya, un hombre hecho y derecho, terminando el segundo tercio, ahora sí, con todo claro y requeteclaro, con tanto vivido siendo ya un adulto. Y otra vez: Ja.

Y así me ven, cumplido este tercero y descubriendo que los dos primeros son ya cosa lejana que tan solo (y nada menos) fueron el cimiento de este tercio. Un aprendizaje. Apenas un esbozo, una toma de apuntes que, como todos los apuntes, a la hora aplicarlos descubres que la teoría está bien en los libros… pero que la vida real es eso. Real.

Y así acabo este tercio. Como lo empecé, hace hoy esos catorce años. Es verdad que habiendo aprendido mucho, habiendo crecido mucho, habiendo vivido mucho… Habiendo reído mucho, y también llorado, habiendo disfrutado mucho y también sufrido, habiendo fallado mucho y también, espero, acertado… Este tercio es en realidad más que los otros dos juntos. Mucho más. Y si hoy miro atrás creo que los dos primeros son sólo un amasijo de recuerdos y que este último es mi vida entera.

Así, hoy quisiera estar en el mismo sitio que hace exactamente catorce años. Y repetir las mismas palabras: «…en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida».

Los de estos catorce años… y de los muchos otros catorce que quedan. En lo bueno y en lo malo.

Cataluña, 11 de septiembre

Hace hoy tres años bajo el título de «La Diada» publiqué aquí estas mismas líneas. La estupidez e ignorancia hacen necesario repetirlas.

Hoy, 11 de septiembre, los nacionalistas catalanes celebran lo que ellos llaman «Diada Nacional de Catalunya». Según ellos, tal día como hoy del año 1714, los combatientes por la libertad de Cataluña fueron aplastados por el imperialismo español que hasta hoy les sigue oprimiendo.

La realidad, desconocida por muchos, es que ese día la derrota no fue de ninguna resistencia catalana contra España, sino de unos combatientes españoles contra otros combatientes españoles. Desde el año 1705, España libraba su Guerra de Sucesión, una guerra civil entre partidarios de un pretendiente a la Corona de España y otro pretendiente a la Corona de España, entre el Archiduque Carlos de Austria y el Duque Felipe de Anjou, a la postre vencedor y coronado como Felipe V, primer Borbón y desgraciadamente no el último.

El Archiduque Carlos representaba una monarquía tradicional. El Borbón, una liberal. En Cataluña, mayoritariamente, el pueblo apoya a Carlos. Como en tantos y tantos otros lugares de España. La derrota del 11 de septiembre es la derrota de los partidarios del modelo tradicionalista de la casa de Austria frente al modelo centralista y liberal de los Borbones. Nada más. Ni de Cataluña frente a España ni de Cuenca frente a Palencia. Dos modelos, dos candidatos a la Corona de España. Y por la Corona de España, por quien ellos entendían que era el legítimo candidato a esa Corona, lucharon y murieron tantos catalanes el 11 de septiembre de 1714. El acto nacionalista se realiza en la estatua de Rafael Casanova, «Conseller en Cap» aquel 11 de septiembre de 1714, que a las 3 de la tarde de aquella fecha, prácticamente perdida toda esperanza de victoria, llamaba al pueblo de Barcelona a defender sus murallas por última vez con estas palabras:

«Se hace también saber que siendo la esclavitud cierta y forzosa, en obligación de sus empleos explican, declaran y protestan a los presentes, y dan testimonio a los venideros, de que han ejecutado las últimas exhortaciones y esfuerzos, protestando de los males, ruinas y desolaciones que sobrevengan a nuestra común y afligida patria, y del exterminio de todos los honores y privilegios, quedando esclavos con los demás españoles engañados, y todos en esclavitud del dominio francés; pero se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España.»

Aquel día hubo otro gran protagonista en aquella supuesta batalla por el nacionalismo separatista. Antonio de Villaroel era el jefe militar de la defensa de Barcelona. También llamó al pueblo al combate:

«Señores, hijos y hermanos: hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer. Y no será la primera vez que con gloria inmortal fuera poblada de nuevo esta ciudad defendiendo su rey, la fe de su religión y sus privilegios.»

La que él llamaba «nuestra nación», evidentemente, no era otra que la española. A la que Villaroel y Casanova defendieron, por la que Villaroel y Casanova lucharon. Por España y por el rey que nunca llegó a ser. No por aldeanismos analfabetos que hoy se imponen. Si hubiera que trasladar los ideales de aquellos combatientes a una propuesta política, desde luego no se me ocurriría hacerlo con ERC, con CiU ni con nada parecido. Si acaso, podríamos equipararlo con el Carlismo.

Pero la celebración secesionista de hoy no es sólo cosa de analfabetos separatistas. Todos los «grandes» partidos participan en el aquellarre. Y a varias generaciones de catalanes se les ha inculcado una historia falsa. Una historia de enfrentamiento contra España y de aplastamiento de su supuesta realidad nacional por la fuerza. ¿Y luego nos extrañaremos de que salgan como salen? ¿Tendrán la poca vergüenza de protestar por la actuación de los cachorros de los separatistas aquellos que avalaron, presa de sus complejos, una Constitución y unas sucesivas reformas educativas que han otorgado el poder de programar las mentes de los niños con semejante basura a analfabetos de la historia que suplen con odio su ignorancia? ¿Tendrá algo que decir cualquiera de los ministros de educación de las últimas décadas que permitieron, por interés político, por cobardía o por complejos estúpidos, que cientos de miles de españoles hayan crecido bajo la mentira de que si lo son es por la fuerza de las armas? 11 de septiembre. Los nacionalistas escenifican su aquellarre. El resto de partidos aplaude y sonríe, porque saben que son los verdaderos culpables de que hayamos llegado a esta situación.

La última noche

Recuerdo aquellas noches, siendo niño, en las que las campanadas de las tres, las cuatro, las cinco iban angustiándome mientras me movía sin parar en la cama. Sentía impotente que se me escapaba un trozo de mi vida como agua entre los dedos. Era la última noche. La última en que velarían mi sueño aquellas campanas, en la que me arrullaría el suave murmullo del Iregua. Había sido la última tarde de aventuras, de excursiones, de juegos con la pandilla, barra querida de aquellos años, de la que el otoño, el invierno y la primavera que arrancarían tantos y tan largos meses.

Recuerdo aquellas mañanas, corriendo a la ventana para volver a ver el sol sobre las peñas pero con una angustia que se me clavaba en el estómago y me nublaba los ojos.

Recuerdo aquellas últimas oportunidades de correr a despedirme de unos y otros, la ansiedad de no encontrar a alguien o de no poder ver otra vez aquellos ojos que contemplaría en la distancia durante meses con sólo cerrar los míos…

Recuerdo tantas cosas, tantas carreras por la cuesta, tantas trastadas, tanta tirita y mercromina, tantos abrazos en el parque, tantas regañinas por desaparecer con el coche cargado y la familia a bordo…

Tantos tragos en tus fuentes, tantas truchas de tus aguas, tantas excursiones, tantos proyectos, tantas promesas, tantas ilusiones, el viejo frontón, la resbaladera en la que salíamos cubiertos de barro, los baños en el pico o en el helado estanque…

Tantas apuestas a ver quién saltaba más escalones de la iglesia de una vez, tantos rezos a la Señora de Tómalos, tantas misas desde el coro, con esas tablas que crujían como si fuéramos a caer todos de golpe.

Tus tardes de mus, tus violentas y repentinas tormentas…

Y las he recordado esta noche, mientras oía las campanas dando las tres, las cuatro y las cinco, y un nudo antiguo, odiado y querido a la vez, se sentó en mi estómago preguntándome dónde había estado todos estos años. Y así me he levantado, alzando las persianas casi con miedo, para ver las primeras luces sobre la vieja ermita. Y con la mirada perdida en ella estaba cuándo mi hija mayor aparece por el pasillo y, con cara tristona, me cuenta que no sabe por qué… pero que una sensación extraña le ha dejado dormir poco. Y yo no soy capaz de mantener la mirada, y disimulo desviándola entre el teclado y el desayuno.

Nota: Este texto se escribió en la mañana del 23 de agosto, en Torrecilla en Cameros, la capital del mundo para un niño que se llamaba Gonzalo.

Historias de agosto: El niño del último verano

Cuando los días iban eran ya muy largos y cada vez más calurosos, sentía que cada mañana saltaba más inquieto de la cama. Se vestía en un pispás y se iba a la calle. Su madre le afeaba que apenas desayunaba y casi tenía que cogerle al vuelo para que recogiera su taza y su plato antes de salir. A la carrera por la escalera, cada día la misma y única conversación: ¿Dónde vas?

Por ahí. Desde que acabó el colegio, hacía ya un par de semanas, cada día era lo mismo. Este chico, con qué ganas ha cogido el verano, con lo tristón que anduvo todo el invierno. Invierno frío, como todos allí. Más de un día tuvieron que ir a buscarlo entre la nieve porque se quedaba allí, en la peña, mirando al horizonte, mientras el frío calaba y los caminos se iban cerrando. Estás tonto, chaval, te va a dar algo. Él se encogía de hombros y a regañadientes iba a casa. Se secaba, entraba en calor y se quedaba en el viejo mirador de madera, con la vista de nuevo fija en el horizonte.

Pero ya era verano, y ahora podía salir corriendo a la calle, libre como siempre, y correr a la peña, o buscar en el monte al tío Sixto, que con su rebaño recorría una y otra vez la comarca. Y vuelta a la peña, a mirar al horizonte, pero ahora con un gesto distinto, con una luz en los ojos que no tuvo en todo el invierno. Bajaba un rato y jugaba con los otros chavales. A lo de siempre. Pelota, escondite o guerra de piedras. Pero al rato desaparecía y subía otra vez a la peña, y seguía escudriñando el horizonte.

Había luz en sus ojos, digo. Las lágrimas secretas y heladas del invierno ya no estaban, y ahora sentía un revuelo en el estómago y una ansiedad… y le entraba la risa, y se ponía a correr y saltar… Y nadie sabía qué le pasaba. Y allí, en la soledad de la peña, de sus labios sonrientes salía ahora lo que en invierno masticaba en llanto. «Alicia», repetía hacia los cerros lejanos. Intentaba distinguir los diminutos coches que allí, en la cuesta de la ermita, se adivinaban viniendo por la carretera. Y mientras tanto se imaginaba recibiéndola y diciéndole todo lo que el verano pasado dejó escondido y que en el invierno le recomió por dentro. Imaginó su sonrisa al verle, y cómo ella le confesaría que también le lloró durante todo el invierno. A la tarde volvía a bajar de la peña, pensando en que mañana, ya seguro que mañana, distinguiría su coche acercándose por el valle.

«Alicia», susurraba antes de conseguir dormir.

Y así vivió días y semanas. Y la luz en sus ojos se fue apagando. Y la peña volvió a verle llorar. Y fue ese día, el que volvió a llorar, cuando mucho más allá del horizonte, en una playa lejana, una mujer observaba cómo su hija perdía la vista en el mar.

«Alicia, hija… ¿en qué piensas».

«Es raro, mamá. De repente, no se por qué, me he acordado del niño del verano pasado, ese del pueblo que me miraba y salía corriendo».

Robando en el súper

Hace ya bastantes años de aquello. Yo estaba soltero, y caminaba junto a mi entonces novia por Triana. En la puerta de una tienda de alimentación, un hombre joven, de aspecto desaliñado, adoptaba una postura imposible, en cuclillas, alargando el brazo de manera increíble y retorciendo el cuerpo para quedar oculto al tendero. Así se hizo con un trozo de queso y no recuerdo qué más, también de comer. Cuando se incorporó y se disponía a huir, se topó conmigo, cerrándole el paso. «Eso no es tuyo», le dije. «Devuélvelo». Me miró con una tristeza que me hizo creer sus palabras. «Es comida para mi familia. Por favor». Dudé un momento, pero me aparté, y con un gesto le dije que se marchara con la comida.

Durante unos pasos pensé que había hecho lo correcto. Durante el resto de mi vida, desde entonces hasta ahora, y así seguirá, me arrepiento de mi mala acción. De mi complicidad con aquel hurto, de mi falsedad y de mi hipocresía.

¿Que por qué? ¿Por haber dejado que aquel hombre se llevara la comida? No. Aquel hombre obró mal, pero forzado por una situación desesperada. No soy quien para juzgarlo. Quien peor actuó aquella tarde fui yo.

Porque mientras lavaba mi conciencia pensando en que había dejado a ese hombre llevar comida a su casa, disfrutaba tranquilamente de aquella velada, con mi novia, tomando algo por ahí. No sé qué tomé, o si fuimos a comprar algo. ¿Qué pude gastar? ¿Mil? ¿Dos mil pesetas? Si yo hubiera actuado bien, aquellas mil o dos mil pesetas no las hubiera gastado en salir por ahí o en comprar algo. Mi obligación era la de parar a aquel hombre, pedirle que devolviera lo robado y una vez hecho eso sacar esas mil o dos mil pesetas y decirle al tendero «póngale a este hombre lo que le pida por este dinero». Y después, seguir mi paseo con mi novia, quedándome ese día sin tomar aquella cerveza, o aquella copa, o aquella tapa.

Cuando en estos días veo a mucha gente aplaudir la acción violenta de un grupo de sicarios de uno de los mayores mafiosos de esta tierra, que a su desvergüenza habitual suma el pretender aparecer ahora como mártir por los necesitados, mientras mantiene su bien nutrida cartera a salvo de esos mismos necesitados, imagino que lo que yo hice aquél día les parecerá mal, porque mi obligación, para ellos, era haber entrado en la tienda y darle un buen palo al malvadísimo agente de la plutocracia neoliberal en forma de tendero para que aquel hombre se llevara no ya un queso, sino un par de jamones. Pero yo sigo pensando que obré mal, y además doblemente. Primero, por permitir el hurto. Y segundo, por disfrutar de aquellas dos mil cochinas pesetas mientras lavaba mi conciencia. Y eso, sin duda, era (y es) lo peor.

El camarada Sánchez seguirá mamando de su red mafiosa, pero lo hará «por el bien de los necesitados». Pero a la hora de la verdad, a estos les mandará un piquete de apoyo, en lugar de, siquiera, dos mil pesetas. Esas, a la saca.