De entre todo lo que he escuchado y leído en los días previos a esta Semana Santa, quiero quedarme con tres cosas.
Dos van en el mismo sentido, y las leí una en el nuevo diario gratuito Viva Sevilla, y otra en Diario de Sevilla. En ambos casos en la edición de papel. En el primer caso, una columna sobre la cuaresma llamada «Columna y Azotes» y frimada por «Cangrejero» (cualquier sevillano entenderá el sobrenombre). En el segundo, también en la sección de Cuaresma y Semana Santa pero desgraciadamente no recuerdo el nombre del firmante. Se hacían eco ambas del robo sacrílego de dos copones en la Parroquia de San Bernardo, en Sevilla.
En una columna se denunciaba que el foco se pusiera en que a las imágenes de la cofradía no le hubieran hecho nada, y en otra recordaba el mucho revuelo y los solemnes actos de reparación que se realizaron cuando la imponente imagen del Señor del Gran Poder fue atacada y dañada por un perturbado. En ambas se concluía lamentando y denunciando la poca atención que en comparación recibió el verdadero ataque no a una imagen de Cristo, sino al mismo Cristo, desparramado por el suelo de San Bernardo. Mientras alguno celebraba que al Cristo no le hubiera pasado nada, a nadie parecía preocuparle que a Cristo se le hubiera tirado por el suelo. Y posiblemente a Nuestro Señor le doliera más que esa caída empujada por un pobre hombre, el desprecio de tantos golpes de pecho al pie de una imagen de madera dando la espalda su Carne Viva y Presente.
La tercera cosa con la que me quedo la decía el periodista Paco Robles en su programa «Cómo está Sevilla» de la cadena local TeleSevilla. Reflexionaba sobre cómo el barroco sevillano, en su imaginería cofrade, sirve no para la admiración de la obra sino para la conmoción interior, como una llamada al espectador para que interiorice y sea consciente de los pasajes evangélicos no como espectáculo estético -que evidentemente también lo es- sino como verdadera catequesis. El resumen era: Fiel a Trento, el imaginero no crea para la admiración, sino para remover y conmover: Para evangelizar no sólo en el templo sino en la calle.
Dos patas fundamentales para entender realmente la Semana Santa: Por un lado la espectacular e inmensa belleza y riqueza artística de las imágenes, pero por otro, la raya que debe establecerse sin ninguna duda y con toda contundencia entre el lugar que deben ocupar, el de la catequesis y mensaje evangelizador, y la verdadera adoración a Dios, y sólo a Dios.
En demasiadas ocasiones percibimos actitudes de determinados «cofrades» que cabría -y debería- catalogarse inequívocamente como idólatras. Y es bueno además llamar a las cosas por su nombre: Cuando alguien no venera sino que adora a la imagen, y sólo reconoce divinidad o santidad en esa imagen concreta y no otra, nos encontramos clara e inequívocamente ante un caso de idolatría.
Pero la denuncia de quien hace mal no debe hacernos caer en la generalización y etiquetar de folclórico a todo acto que gire en torno a la estética de las cofradías. Todo en ellas debe abrazarse e interpretarse en su verdadero sentido, y todo en ellas rezuma catequesis y evangelización.
La visión del nazareno silente, que carga con su cirio o con una o varias cruces acompañando a sus Titulares, sin hablar con nadie ni apartar su mirada de la nuca de quien le precede nos debe conmover por la entrega con la que realiza su estación de penitencia, dándole a ésta el pleno sentido de su nombre.
Pero la caricia amable del nazareno de blanco al niño pequeño que recibe boquiabierto sus primeras estampas o sus primeros caramelos no es en cambio laxitud en la penitencia, sino aproximación del «dejad que se acerquen a Mí». Ambas posturas, ambas maneras me parecen igualmente defendibles. Ahora bien: Siempre que no pierdan de vista que es una estación de penitencia, y que la estampa o el caramelo entregados al niño son una manera de despertar en él una inclinación al cariño no hacia el nazareno sino hacia El Nazareno. Si se sale de ahí, sí me cuesta mucho entenderlo.
Ayer leía a Juan Ruesga en Diario de Sevilla protestar contra quienes reclaman que la Semana Santa debe ser interpretada de manera exclusivamente religiosa.
Bien. Habrá que admitir el evidente factor cultural, artístico e incluso folclórico de la Semana Santa. Pero, admitido esto, y a mi modesto parecer, ¡qué cojo y qué triste quedaría el espectáculo si sólo eso, espectáculo, fuera! ¿Cómo entender, faltos de la perspectiva de lo que es, esa imaginería?
¿Cómo explicar el consuelo que brinda al alma el avance a largas zancadas del rostro herido, llagado y cansado del Señor de Sevilla?
¿Cómo explicar el asomo de sonrisa de la Señora que guarda cinco lágrimas en sus mejillas pero que ya ha cesado su llanto para traernos la Esperanza de la Resurrección, del Triunfo sobre la Muerte?
¿Cómo entender que la mirada clavada en el cielo de Triana de Quien eleva su pecho expirante no es sino la llave que abre para la Humanidad las puertas del Cielo?
¿Cómo, en definitiva, explicar que la emoción que sentimos viendo a Cristo orando al Padre mientras cruza el puente cada Domingo de Ramos no nos la produce la gubia del maestro, sino la grandeza del perdón otorgado como nos evoca el canto de «Al caer la tarde, mirando al Cielo / al Padre rogaba pidiendo perdón / para aquél que prepara el madero / y a golpe de clavo hiere Su Corazón»?..
Todo ello sería imposible sin explicar previamente que esas imágenes fueron creadas para hacernos presente, visible y entendible la crudeza de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor. Para grabar en nuestros corazones cada pasaje del Evangelio. Y que por eso están ahí. Porque si no fuera por eso, algunas estarían en los museos; y las más, jamás hubieran existido. Porque no es el folclore y el turismo lo que ha labrado nuestra historia ni lo que movió a los genios.
Así que, sí, tengamos presente y en cuenta tanto componente artístico, folclórico, cultural y, cómo no, evocador de la infancia y de tiempos que se fueron. ¡Pero qué absurdo sería, Señor, olvidarnos de Ti para admirar esas imágenes que si no te representaran no serían sino viejos troncos policromados! ¡Y qué pobreza infinita la de aquellos que son capaces de admirarse de esos troncos y no de Tu Gloria!