Me monto en el cercanías en Nuevos Ministerios. En el andén me voy hacia el extremo, para evitar la masificación que suele haber en la parte central. Subo al tren por una de las primeras puertas.
No hay mucha gente, pero sí la suficiente para que no haya asientos libres. Mi destino es el final de trayecto, para el que me quedan 53 minutos, así que no me preocupa; supongo que conforme vayamos saliendo de Madrid se irá vaciando el tren.
En la siguiente parada –Sol- se levantan unas pocas personas de los asientos, pero no hago por sentarme ya que en la puerta, esperando entrar, hay una decena de personas, todas mujeres. Suben y las que pueden ocupan asientos. Del resto, todas menos una se dirigen hacia otra parte del tren buscando asiento. La que se queda, que además es (o parece) la más joven, se acomoda en una barra, sobre el cenicero en desuso, a modo de un columpio. Justo a mi derecha hay otra barra / cenicero igual. La observo. Si intento meter el culo ahí como ha hecho ella, tienen que venir los bomberos a desmontarlo para que pueda salir. Mejor me quedo de pie.
“Next stop:” -anuncia el altavoz- Atocha. Aquí es bastante más gente la que se levanta. Pero también más la que se acerca a la puerta por fuera. Y casi todas mujeres, alguna de ellas de edad incluso más avanzada que la mía. Digo casi todas. Bueno, en un principio son todas. Pero antes de que se abra la puerta aparecen dos hombres. Uno de ellos tiene clara la intención desde que le veo. Abre. El grupo de mujeres, compacto, sube los dos escalones. Por su derecha, mi izquierda, el de la clara intención mete codos y aprieta el paso, se pone en paralelo con ellas y en un «sprint» final apasionante le gana el sitio a una de ellas, que inequívocamente se dirigía a uno de los pocos asientos libres. Se queda a dos pasos, contemplando como el hombre, bastantes años más joven que yo, se acomoda y expande, ocupándolo todo. Ella se queda como desorientada. Mira en derredor y finalmente asume su derrota. Revolotea un poco por el vagón hasta que, dos paradas después, encuentra un sitio.
No será mucho mayor que yo. Es gruesa y no muy hábil. Por su cara ancha, tinte y corte de pelo, pudiera recordar a la Führer Merkel, pero incluso así en ese momento le dirijo mis simpatías.
Vuelvo a mirar al macho, sentado y acomodado. Mira alrededor, contempla a su rival derrotada y a alguna otra mujer que viaja de pie. Hay muchos otros. Los más, con la vista enterrada en sus móviles. Los menos, pero varios, contemplando el vagón. No hay lugar a confusión: Son plenamente conscientes de que mujeres –algunas que les doblan la edad- viajan de pie mientras ellos lo hacen sentados. En muchos casos, comprobaré, para un par de paradas o tres, trayecto suficiente para no renunciar a su comodidad.
No puedo evitar recordar la anécdota del querido Kikás, y en el fondo agradezco no haberme sentado yo para no correr el riesgo de verme en la misma situación al ceder mi asiento –lo que sin duda hubiera hecho- y no tener los reflejos y acidez del gran viajero.
Supongo que todo esto es un triunfo del igualitarismo, feminismo y progresismo. Pero permitan que no lo celebre ni me sienta parte del triunfo.
Que ya saben que igualitarista es a igualdad como feminista a feminidad, como progresista a progreso, como carterista a cartera.