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Santa María de los Reyes

El 23 de noviembre del año de Nuestro Señor de 1248, la ciudad de Sevilla fue liberada del yugo moro por el Santo Rey Fernando III de Castilla y de León -y por la armada castellana al mando del cántabro Ramón Bonifaz-, culminando así una campaña victoriosa por todo el Sur de la Península, haciendo ondear los pendones de Castilla y León en Córdoba, Murcia, Jaén, Sevilla…

Cuenta la tradición que el Rey, Santo Patrón de la ciudad de Sevilla, llevaba con él la imagen de la Virgen de los Reyes que hoy preside el altar bajo en el que descansa su cuerpo, y que ésta había sido un regalo de su primo Luis, el Santo Rey de los franceses. A Ella se encomendó antes de la batalla y a través de esa imagen manifestaba su devoción mariana.

La leyenda en cambio nos dice que antes de la batalla lo que recibió el Rey fue una visión de la Señora, que le confió que finalmente lograría la victoria y la toma de Sevilla. Tras ésta, e instalado San Fernando en el Alcázar, pidió a cuantos imagineros pudo encontrar que le plasmaran la imagen según la descripción de su sueño. Intento tras intento las sucesivas imágenes no se ajustaban a lo esperado por el Rey, hasta que finalmente tres viajeros pidieron posada en el palacio explicando que eran imagineros alemanes que habían conocido el deseo del Rey y que tratarían de satisfacerle como tributo a sus victorias. Se les ofreció cuanto instrumental quisiesen, pero ellos nada pidieron, encerrándose en una habitación. Pasadas alguna horas, una criada cedió a la curiosidad y miró por la cerradura, encontrando que nadie trabajaba allí, sino que los tres extranjeros permanecían arrodillados alrededor de un gran resplandor mientras cantaban plegarias. Asustada, corrió a avisar al Rey, quien mandó que abrieran aquella puerta. Al hacerlo, los tres  extranjeros desaparecieron en una gran luz en la que apareció la imagen de la Virgen, igual a la que el Rey había visto en sus sueños.

En cualquier caso, Fernando III ordenó levantar una capilla en la nave central de lo que había sido mezquita hispalense, y en su altar colocó la imagen, pidiendo ser enterrado a sus pies cuando llegara el momento. Posteriormente aquella capilla fue derribada y se construyó la colosal Catedral de Sevilla, cuya capilla real preside aquella por la que los reyes reinan, y a sus pies una urna de plata sigue conservando el cuerpo de su súbdito Fernando.

Toda Sevilla celebra hoy, 15 de agosto, la fiesta de su Señora, con la imagen en procesión acompañada del Santo Rey. Miles de sevillanas celebran hoy su santo. Felicidades a mi hija y a todas las demás María de los Reyes. Extensivas a todas las Asunción y Asumpta.

Santa María de los Reyes, rogad por nosotros que recurrimos a Vos.

A tus plantas se postra Sevilla
por rendirte homenaje y loor.
Gloria, gloria a ti, Virgen de los Reyes,
que nos riges con cetro de amor.
Gloria, gloria a ti, Virgen de los reyes,
gloria a ti, ¡Oh, Reina de amor!

Tuyo, Señora, nuestro hogar
y tuyos nuestros amores.
Nuestra oración tus flores,
y nuestro pecho tu altar.

Reina aquí, pues tu Sevilla,
que Fernando conquistó,
a ti, Virgen de los Reyes,
por patrona te aclamó.

La otra mejilla

En no pocas ocasiones encontramos que nuestro interlocutor en discusiones sobre determinados asuntos acaban apelando no a sus argumentos sobre esos asuntos sino a su fobia sobre las motivaciones morales que nos hacen respaldar los nuestros. Así, es relativamente frecuente el pretender desacreditar a alguien no por lo que dice sino por que lo diga desde una óptica católica, por ejemplo.

Recuerdo una ocasión en la que un biólogo navarro afirmaba que él tenía mucha más legitimidad para hablar sobre la consideración o no del nasciturus como humano que el Doctor Jérôme Lejeune, padre de la genética moderna, descubridor de varias alteraciones cromosomáticas y eminencia médica reconocida en todo el mundo, bajo el demoledor argumento de que como Lejeune era católico y el referido biólogo navarro era ateo, no se podía tener por fiable lo dicho por Lejeune por estar «influido», mientras que el amigo Xabier era totalmente independiente. Y se quedó tan ancho, y no entendía porqué yo me reía -por no llorar, claro- de él. No importaba el argumento sino las creencias del que argumentaba.

Otros prefieren decirnos lo que podemos y no podemos hacer en función de nuestros valores morales, sobre los que se arrogan mayor capacidad que nosotros mismos para interpretarlos, y llegamos al cómodo argumento de la obligación del cristiano de seguir lo que desde Mateo 5 se nos enseña: Si te abofetean la mejilla, ofrece la otra. Con esa frase en la boca, encontramos tanto a ateos que pretenden que la obligación del católico es asentir y callar -y joerse- como a supuestos cristianos tipo el Presidente del Congreso presumiendo de que él está encantado de que se pisotee cualquier principio moral ya que su felicidad es máxima dejando hacer y poniendo así la otra mejilla (o quizá poniendo otra cosa).

El mandato de poner la otra mejilla siempre me ha parecido tan interesante como tergiversado. El cristiano debe tomar ese mandato y aplicarlo íntegramente. Pero no como cobardía o inacción, sino antes al contrario como síntoma de resistencia.

El cobarde, al ser abofeteado, correrá a refugiarse. Los cristianos somos constantemente abofeteados -física y metafóricamente-, y desgraciadamente no son la minoría los que ante estas agresiones prefieren agachar la cabeza y retirarse a la intimidad del hogar. Precisamente siguiendo el argumento de los laicistas que pretenden que ningún criterio moral trascienda la intimidad del individuo, que podrá rezar o creer lo que le plazca en su casa, pero adaptarse a lo impuesto en público.

Pongamos la otra mejilla, con orgullo y también con decisión.

A quien nos abofetee para que huyamos como progres cobardes, mostrémosle la otra mejilla. Pero no como símbolo de sumisión, sino de afirmación en nuestras posturas, en nuestros valores, en la defensa de la Verdad. En la firmeza ante la acometida laicista estará la base de nuestro triunfo.

Las grandes persecuciones anticristianas encontraron a mártires que resistían ante las amenazas, las torturas y la muerte, y la sangre de esos mártires hizo florecer a la Iglesia. En nuestros tiempos modernos, tan llenos de progresista comodidad y hedonismo, no hacen falta espadas, leones ni chekas. Basta el chascarrillo o el desprecio para que la gente agache la cabeza y prefiera no verse salpicado, dejando así hacer al moderno perseguidor que ahora sí va arrancando a la Iglesia del espacio público.

Ante el chascarrillo insultante, por norma general, miramos hacia otro lado, nos hacemos los locos o incluso acompañamos las sonrisas de los asistentes. Por no señalarnos, por no resaltar. Resaltemos. Señalémonos. Hagamos constar nuestro disgusto, nuestra discrepancia, denunciemos la injusticia. Posiblemente encontremos burla y desprecio. Ahí tenemos la bofetada. A la siguiente ocasión, hagamos lo mismo. Ahí estará nuestra otra mejilla.

Esa sencilla resistencia será la más incómoda que puedan encontrar. Esta persecución no se lleva a cabo -en Occidente, de momento- con armas ni con torturas físicas, sino con pretendida superioridad moral, que en realidad no es más que la presencia de «su moralidad» ante la deserción de LA moralidad. Ofrezcamos las mejillas. Tendrán que hartarse de abofetear, pero seguiremos presentándola sin retirarnos humillados.

Reflexiones ante el cuadernillo

Me cuesta trabajo cumplir el compromiso que adquirí conmigo mismo cuando empecé la bitácora. Se trataba de tener un cuadernillo de apuntes, como el que utilizaba cuándo no lo iba perdiendo todo, para anotar en él reflexiones y vivencias.

El destinatario de este cuadernillo soy yo. Con la puerta abierta para que cualquiera lo ojee, sí, pero definitivamente destinado a mí. Esa puerta abierta implica que por recelo o pudor muchas cosas se queden en la carpeta de borradores sin que jamás se publiquen, pero no debería impedir que publicara cosas por el simple hecho de pensar que no le interesan a nadie. Ya lo sé que no le interesan al resto de la Humanidad. Pero sí a mí, por lo que tienen sitio en mi cuadernillo.

O deberían tenerlo. Hay varios asuntos que tengo ahí, pendientes, a medio hacer, que no me decido a abordar en profundidad porque me frustra bastante el pegarme un buen rato tecleando para al final decir «no, esto no». Me ha pasado ya en varias ocasiones. La lectura pausada de lo escrito de un tirón me enseña detalles en los que no he reparado mientras tecleaba. Y me plantea preguntas. Preguntas que no encuentran respuestas en lo escrito. ¿Es causa justificada ésta para no publicar la entrada? Me respondo impulsiva e irreflexivamente. Claro. Si escribo sobre algo es para dar una respuesta a lo planteado. Aunque sea consciente en demasiadas ocasiones de que es MI respuesta y no LA respuesta. Si escribo sobre algo para dejarlo menos claro aún… Vaya negocio. Y lo escrito desaparece o se archiva.

Pero luego sigo pensando y descubro mi cortedad de miras. ¿Acaso pretendo tener respuestas para todo lo que se me ocurra? ¿Acaso he caído hasta tal punto en la soberbia que me considero capaz de cerrar cada duda? Bueno, pudiera ser que sólo quisiera escribir sobre aquello para lo que tengo respuestas directas y concretas. Pero entonces la vida de este cuadernillo sería muy corta. ¿Sobre qué tengo certeza absoluta?

Pero es que el que venga a leerme puede pedir que le responda a lo planteado o, cuando menos, que no le plantee más. Pues volvemos al principio. El destinatario de esta bitácora soy yo mismo… así que siento defraudarle. Pero encarar la vida como una sucesión de respuestas sin preguntas adicionales me parece demasiado limitado.

Y por cada respuesta que encuentro me surgen infinitas preguntas más. Y lo mejor o peor de todo, según cómo se mire y el planteamiento de quién lo mire, es que precisamente mi ambición no es encontrar esas respuestas, sino descubrir, día tras día, que la vida está hecha de infinitas preguntas que carecen de respuesta porque escapan a mi entendimiento.

En la aceptación de esa limitación está mi orgullo. En mi despreocupación absoluta sobre la capacidad o no del Hombre para dar esas respuestas. Otros, pobres, exprimen una vida en la búsqueda de esas respuestas, lamentando en ocasiones su fracaso, o planteando respuestas estúpidas revestidas de estupidez presentada como adelanto.

Recuerdo hace varios años una discusión para variar con mi colega R. El tema final era sobre la firmeza de la fe. Lo que él pretendía que fuera su argumento final y definitivo me dejó en bandeja la conclusión final. Altivo, exclamó: «No puedo creer en nada que mi sentidos no puedan percibir o mi entendimiento razonar».

En ese planteamiento, tan estúpidamente extendido, es dónde yo encuentro la expresión de la gilipollez humana. Pobre de él, que en su soberbia pretende entender el funcionamiento de todo el Universo y ser capaz de dar explicación a cada fenómeno que asome por cualquiera de sus inmensos rincones, degradar a la categoría de química las ilusiones de un niño o establecer reglas matemáticas sobre el amor. Yo no tengo esa capacidad. No puedo entender todas esas cosas, y además ¿saben? espero no entenderlo nunca.

Alguno dirá que eso es despreciar el progreso, o ignorar la razón. No. No se trata de rechazar lo que sí somos capaces de observar, o quizá sería mejor decir de admirar. Por supuesto que es loable la recolección de lo aprendido durante generaciones y explicar a la luz de lo observado el comportamiento estudiado. Lo que no entiendo es la negativa a aceptar la realidad como es, empezando por mis limitaciones. ¿Pretender yo comprender toda la Creación*? ¡Qué absurda soberbia!

¿Ven? Esto que acabo de escribir normalmente hubiera muerto en la carpeta de borradores. Lo dejaré aquí, encima de la mesa, a la vista de todos. Pero no intenten entenderlo. No son más que los apuntes que voy tomando de la vida.

* Sí, he escrito Creación de manera plenamente consciente. Por eso mismo confío en que no hace ninguna falta que yo entienda más de lo que puedo. Al fin y al cabo si está así creado, por algo será.

Agosto

Vale que he empezado muy tarde, pero me sorprende que me oscurezca trabajando en el jardín. Extrañado, miro al cielo. Las nubes y el bochorno me hacen caer goterones de sudor por la barba. Sin merar el reloj caigo en la cuenta. Terciamos agosto. Se alejan poco a poco los días largos de julio, y sin solución nos vamos puliendo el verano.

Los larguísimos veranos de antaño son sólo un recuerdo lejano, y ya tan sólo aspiramos a quemar unas semanas más antes de volver a la rutina otoñal y volver a maldecir alcaldes y atascos.

Incluso nuestros veranos se hacen rutinarios ahora. Apenas 5 ó 6 días habré ido a la piscina con los niños, ni una escapada a ningún sito fresquito. El horizonte es entregar en tiempo los trabajos, pasar unos días en la casa familiar de la playa, preparar uniformes, vuelta al cole, velocidad de crucero…

Y quemar un año más, un año menos, una oportunidad que se aleja con cada año que sumamos, con cada mechón blanco que aparece, con cada esfuerzo adicional que encuentro en lo que antes hacía sin cansarme.

Terciamos agosto, y en el recuerdo los cumpleaños de mi madre en casa de los abuelos, en la que llevábamos una eternidad disfrutando el verano, al que le quedaba otro tanto. Los platos y vasos translúcidos arcopal, los guisos sin sal, el pan hueco, la fuente con fruta recién cogida, las tartas caseras, las riñas de la abuela al abuelo para que no tomara más dulces… Los bocadillos de chorizo para la inmensa tarde, las subidas a la peña para allí comerlos oteando el horizonte. El horizonte de bojs y brezos, con olor al tomillo silvestre, observando cómo de cierran los bosques allá al sur, detrás de la ermita de Tómalos. Y la seguridad absoluta de que aquél es el horizonte de nuestras vidas, de nuestro futuro, de nuestro sueño.

Mediaremos agosto y al recuerdo volverán las noches en el estanque, mirando al cielo desde el que San Lorenzo nos llora sus perseidas por millones mientras nuestros ojos de niño se abren más y más al contemplar el espectáculo.

Morirá agosto y en el recuerdo latirá aquellas tardes malditas en la que buscábamos una excusa para alargar el momento, y que siempre acababa en aquella angustia contenida, evitando con esfuerzo las lágrimas ante la mirada de las hermanas mayores, mientras perdemos la vista en la luneta trasera que con los giros del Iregua nos va arrancando la misma vida de nuestros ojos mientras nos juramentamos para volver cuánto antes.

Y un día, cuando volvimos, el horizonte no eran brezos sino antenas de móviles. No eran pastos sino casas adosadas. No había excursiones sino fiestas. No había bocadillos de chorizo en el monte sino copas en el bar. No había sueños y futuro, sólo cansancio y presente.

Si algo de esto les suena familiar, no se lamenten por sí mismos. Miren a sus hijos. No dejen que se les escape vivo. Si se paran a saborearlo, al menos a ellos les queda agosto suficiente.

Santa María de las Nieves

Cuenta la tradición que en la noche del 4 de agosto del año 352, la Santísima Virgen se apareció al patricio Juan y a su esposa en Roma. Ellos le habían rezado pidiendo ser iluminados sobre el destino que dar a su importante herencia ya que no habían tenido hijos. La Señora les indicó que destinaran su fortuna a levantar un templo en el lugar que al día siguiente Ella les indicaría. Así, en plena madrugada del día 5, y entre los rigores del ferragosto romano, en el vecino monte Esquilino, la nieve cayó señalando el lugar.

Aún hoy se alza allí la Basílica de Santa María la Mayor, ordenada por el Papa Liborio, quien con Juan y su esposa acudió a contemplar el prodigio. Los poetas cantaron el hecho y el pueblo lo acogió, y por siempre sería ya la del 5 de agosto la fecha de la Virgen de las Nieves. 13 siglos después, el inmortal Murillo plasmó las escenas para la iglesia de Santa María la Blanca, en Sevilla.

Andando el tiempo, en incontables lugares creció la devoción a esta advocación de María Santísima y sus representaciones y se multiplicaron los casos de pueblos y familias encomendadas a su patronazgo.

A la Virgen de las Nieves de Arcos de la Frontera, patrona de la localidad, rendimos devoción en casa con los nombres de mi esposa e hija mayor.

Felicidades a ambas, extensivas a todas las Nieves, Blancas y Áfricas.

Santa María de las Nieves, rogad por nosotros que recurrimos a Vos.

Vaya valla…

Por fin un acto de cordura. El Ayuntamiento de Marbella ha mandado retirar el símbolo máximo del catetismo y servilismo visto en los últimos años, al nivel de los humillantes cabezazos del Ministro de Exteriores Piqué ante el emperador Bush, las gracietas del Senior Ásnar con quien le metía por detrás submarinos nucleares cuando le placía, o los paseos del cacho de carne Moratinos haciendo de Chiquito de Gibraltar por la roca.

Se ha retirado la impresentable valla de «Wellcome Obama Family» que un par de agencias de publicidad -que espero que no vuelvan a ser contratadas por nadie que guarde un mínimo de dignidad- habían levantado en Marbella. Lo malo es que aunque se haya disimulado semejante esperpento, el ánimo de la chusma dirigente sigue igual, y ahí andan con el culo hecho pepsicola pensando en que van a tener cerca a la mujer del César y que incluso una de sus churumbelas puede mascar un chicle cerca de casa.

Nada nuevo bajo el sol. Ya en Marbella se escenificaba hace años la vergüenza de rendir pleitesía al asesino saudí, y ahora se le rinde al primo tonto de aquel y a la chorva del comandante en jefe que va regando de uranio empobrecido el mundo.

En tiempos desgraciadamente pasados, la noble población autóctona de nuestra Costa del Sol hubiera actuado en consecuencia pasando a cuchillo o usando la referida valla como patíbulo para los tiranos de este corte que osaran hollar sus tierras.

Hoy vamos hacia ellos, en pompa y andando p’atrás, cantando, aplaudiendo y encantados. Los tiempos, que cambian mucho.

Y un respeto, por favor. A Manolo Morán, Pepe Isbert, Lolita Sevilla y compañía. Aquello sí tenía mucha gracia.

Ya no hay vellos de punta

Hará 25 años o más. Una de mis hermanas se aplicaba cera en las piernas para depilarse. Cera de la de antes, que había que calentar, y mucho, mucho, mucho en una especie de caldera, extender con una espátula y luego… ejecutar.

Debido a la torpeza de mis alrededor de 14 ó 15 años, cometí doble imprudencia. Primero, por meterme con ella. Segundo, por hacerlo llevando pantalón corto. Zas. Chorreón de cera, desde justo debajo de la rodilla hasta el tobillo. Lo peor de que tu propia hermana te haga semejante faena es que como no le puedes mentar a la familia, no te puedes expresar como merece la ocasión.

Lógicamente, tuve que esperar a que aquello se enfriara y entonces intentar quitármelo. Digo intentar porque al segundo amago de tirón yo casi que prefería ir a amputarme la pierna y esperar que creciera otra a volver a tirar de allí. Así que mi querida hermana puso de su parte y quedó con una lengua de cera llena de pelos en la mano y yo con una pantorrilla pelada, al rojo vivo, y mentando a mi propia familia a gritos.

Nunca antes, y menos todavía después de aquello, había entendido cómo las mujeres pasaban de buen grado por eso sin un pelotón de fusilamiento obligándoles a ello, y tuve claro que, de haber nacido mujer, me hubiera tenido que exiliar a Alemania para exhibir, contenta, trencitas en piernas y axilas. Por no hablar de las ingles.

Sé, qué remedio, que los tiempos adelantan que es una barbaridad, y ya no tienen que escaldarse y los métodos son mucho más llevaderos, pero jamás he cambiado mi convencimiento de que de ser mujer, trencitas en las piernas.

Hace unos días me dejaron en el coche un folleto publicitario. Se trataba de una franquicia de un centro de depilación que por lo que veo que se extiende debe ser uno de los negocios más boyantes en estos duros tiempos. Su publicidad, al contrario de en años pasados, se dirige tanto a hombres como a mujeres. Incluso más a los hombres. Con letras enormes me querían convencer de lo irresistible de la oferta de lanzamiento. 30 euros por pierna. O por las dos piernas, no recuerdo. Incluso creo que en algún rincón del folleto hablaba de precio por miembro. Entiendo que se refiere a brazos y piernas, pero ya no quise ni seguir leyendo buscando las especificaciones, ni mucho menos imaginando. Brrrrr.

Lo que no encontré es si me lo pagan en efectivo o en algún tipo de vale. Pero vamos, me parece muy poco. Ni así voy yo a un sitio de esos. Que mi hermana todavía no me los ha pagado.

Que Don Alfredo Landa nos guarde.

Premio envenenado

En una demostración palpable de que a determinadas edades los excesos de los viernes por la noche se pagan más que en nuestra juventud, la mañana del pasado sábado el amigo Kikás tuvo a bien concederme el premio «Blog Amigable».

Además de la correspondiente placa aquí al lado reproducida, este premio lleva una «inscripción» en la que dice:

«A través de esta etiqueta son recompensados los bloggers que transmiten valores culturales, éticos, literarios, personales, etc…, que, en definitiva, demuestran su creatividad por el pensamiento vivo que se mantiene intacto y es una de sus cartas, entre las palabras y las imágenes. Estos sellos se crearon con la intención de promover el compañerismo entre los bloggers, una forma de mostrar cariño y reconocimiento del trabajo que agrega valor a la Webs de buenos modales de cualquier persona que recibe el premio!»

Evidentemente no puedo sino agradecer a alguien de tan distantes y diferentes planteamientos el que me tenga presente al seleccionar autores de bitácoras haciendo referencia precisamente a los valores éticos y personales. Así que el compromiso es doble.

Me explico: El apellido del premio tiene su miga: «Obliga» al receptor del mismo a traspasarlo a otros 5 blogueros en menos de 72 horas. Y además con la amenaza de que en caso de no hacerlo en ese plazo, la pilila se te caerá a pedazos. Hombre, es de agradecer que las amenazas recibidas de lo que te pueda ocurrir en caso de no continuar una cadena por fin enumere motivos estimulantes para el receptor, pero no deja de ser una cadena, con lo que me coloca en un doble compromiso ante Kikás, como refería antes.

Habitualmente cuando recibo un correo electrónico que contenga alguna frase del tipo «debes mandarlo a x personas» o «no lo dejes contigo, debe dar la vuelta al mundo» o «si no lo pasas te saldrá un grano en el culo y no te podrás sentar en 2 meses y además tu suegra se irá a vivir contigo y tu hijo se hará sevillista», sea cual sea el contenido del mismo, inmediatamente lo borro o cuando menos jamás lo reenvío. Insisto, aunque el contenido sea lo más maravilloso del mundo. Me han llegado presentaciones con preciosas fotos o conmovedoras historias que estaba deseando reenviar mientras las veía pero que la han cagado al final con frasecitas de ese tipo. Es superior a mis fuerzas.

Pero además, me pide Kikás, o quien definió las «normas» de este premio, que debo entregarlo a 5 blogueros amigos. No tengo dudas de que entre las bitácoras que sigo habitualmente hay gente que tiene infinitos méritos en cuanto a la transmisión de valores culturales, éticos, literarios y personales. Muchos. Ahí está la lista de enlaces para quien quiera repasarla. Pero en el fondo yo soy un antisocial, y me entra una tremenda desgana cuando se trata de hacer un acto social, como al fin y al cabo es esta entrega del premio.

Cuando un correo electrónico te llega en forma de cadena, enviado con la mejor intención por parte de algún amigo o familiar, con no mandarlo te quedas tan a gusto, no le tienes que dar explicaciones al remitente y además no tienes que incomodar a nadie al decirle «te lo mando porque eres una de mis 37 personas y media más queridas» cuando esa persona posiblemente piense «qué tío más coñazo, en mala hora le dí mi dirección». Pero aquí está Kikás al acecho, pendiente de si lo paso o no lo paso.

Así que he buscado una solución intermedia: Desde este humilde rincón, quiero hacer entrega de este premio al blog amigable a todos aquellos que me sigan y que crean en esas cosas de las cadenas. Si el lector piensa, como yo, que los castigos divinos referidos en esta y cualquier cadena deberían ser ipso facto aplicados al creador de las mismas para así acabar con ellas, queda liberado del trance. Pero si alguna vez, por pequeña que fuera, ha dado al reenviar «por si acaso», que sepa que este premio es suyo, y ahora tiene la obligación de reenviarlo a 5 personas más, o la pilila se le caerá a trocitos y tendrá una convalecencia de varios años en la que las curas se las hará Teresa Fernández de la Vega, con Mariano Rajoy de ayudante.

Ahí queda eso.

Perdóname por mi pecado

Estaba escribiendo una introducción sobre varias consideraciones del periódico en el que aparece y de la columna que cada sábado publica en él el autor. Pero creo que es estorbar. Así que me limito a reproducir el artículo que hoy nos deja John Julius Reel en su columna semanal «La Sevilla del guiri» del Diario de Sevilla.

La Sevilla del guiri
Perdóname por mi pecado
John Julius Reel

EN este artículo sobre el aborto quiero dejar a un lado a los niños abortados, cuyas almas, me gustaría creer, están en paz, para enfocarme en sus padres, los verdugos, marcados de por vida por tomar una decisión, si no exactamente sin pensar, sin profundizar, y animados por la ley, la política y la coyuntura moral.

Mientras trabajaba como profesor de Redacción en EEUU, un día, harto de los ensayos sin vida ni pasión que me estaban entregando mis alumnos mayoritariamente de 18, 19 y 20 años, les solté, de todo corazón, lo siguiente:

«Cuando tenía vuestra edad y estudiaba en la universidad, mi entonces novia se quedó embarazada. Hasta el momento de la mala noticia, ambos nos enorgullecíamos de proceder de familias tradicionales y religiosas. En cualquier debate o discusión sobre ética, política o moral, siempre defendíamos acérrimamente nuestra posición conservadora, reservando especial entusiasmo por los derechos de los no nacidos. El aborto nos parecía un acto estremecedor. ¿Cómo podía una madre, o incluso un padre, condenar a su propia carne y sangre a la muerte?

De repente, lo comprendimos. No era el momento de tener un hijo. Tendríamos que interrumpir nuestros estudios para criarlo, aunque esto fuera una mentira que nos hicimos creer totalmente. Nos autoengañamos pensando que, cuando un día tuviéramos un hijo, nos gustaría estar bien establecidos en nuestras profesiones, con una casa y ahorros, para dar a nuestro hijo todo lo que mereciera.

La contradicción de nuestra lógica – que este niño, el ya concebido, no merecía ni siquiera la vida- no nos entró en la cabeza. Como casi todos aquellos que acaban tomando semejante decisión, logramos convencer a nuestras conciencias de que no estábamos eludiendo nuestro deber ni, según nuestras creencias, cometiendo un crimen, sino haciendo lo responsable y lo desinteresado.

Debería decir que casi logramos convencer a nuestras conciencias. En realidad, mi novia y yo apenas hablamos del asunto. Simplemente fuimos siguiendo los pasos. Hice el papel de novio comprensivo, no intentando persuadirla en un sentido u otro. Ese papel nos sacó de algunos apuros y nos facilitó llevar al cabo el aborto en sí.

En EEUU en 1989, el aborto nos costó dos citas con el médico -dos descansos de estudio- y 90 dólares, pagados, como todo lo que se nos antojaba en la universidad, por nuestros padres que nunca nos preguntaban para que necesitábamos el dinero.

El día del aborto, mi novia se mantuvo fuerte durante la intervención, pero se desmayó al salir de la clínica y tuve que llevarla en brazos a su flamante coche deportivo, un regalo de sus padres al comenzar el semestre por haber sido siempre una hija ejemplar.

Me despisté de vuelta al campus y una mujer policía me pilló yendo a contramano por una calle de sentido único. Le dije que no había visto la señal, y riéndose, le dijo a su compañero: «¡Un universitario que no sabe leer!»

Lo que realmente no sabía este universitario era algo aún más vergonzoso. No sabía quién era, aparte de un farsante y un asesino. En cuanto a cómo se sintió ella, a la que cargué con toda la responsabilidad de la decisión, nunca lo supe, pero seguro que peor que yo.

Al llegar al campus, dejé sola a mi novia en su residencia y me fui de juerga con mis colegas, cogiendo una borrachera tremenda. Esa misma fiesta se utilizó como excusa para sacar las fotos del anuario. No las recuerdo, pero allí están, mostrándome congelado en el momento más bajo de mi vida, aparentemente disfrutando.

Juramos mi novia y yo al día siguiente que compensaríamos el mal que habíamos hecho y sellamos nuestro amor para siempre pero, después de un año y medio cargado de peleas, tensiones, celos y carencia de deseo físico, situaciones y sensaciones nunca experimentadas antes del aborto, nos separamos. Ya sabíamos que no podíamos compensar lo que hicimos, sólo vivir con ello.

Allí mismo corté mi historia, me quedé quieto durante algunos minutos en el silencio atónito de mis alumnos y, después, les exigí que por favor me entregaran ensayos que mostraran algún afán de revelarse y por lo tanto comprenderse mejor a ellos mismos.

La semana siguiente recibí de esa clase de 30 alumnos, cuatro redacciones sobre abortos, todas escritas por mujeres y expresando un arrepentimiento insoportable. Para una de las autoras, su ensayo no fue suficiente. Se me acercó después de clase para enseñarme el tatuaje que tenía en el brazo de un Cristo crucificado con la leyenda debajo: «Forgive me for my sin» (Perdóname por mi pecado). Aún ahora, al escribir sobre aquel momento, tengo que reprimir las ganas de llorar.

En semestres posteriores, utilizando esta misma táctica pedagógica, llegué a conocer a mujeres abrumadas por pesadillas en las que revivían una y otra vez sus abortos, otras que tuvieron que dejar de estudiar y trabajar durante meses por depresiones paralizantes, una que intentó incluso suicidarse para aliviarse del pesar y otra que acabó odiando a su propia madre porque había conseguido que, contra su voluntad, abortara.

Somos una multitud, víctimas de nuestra falta de valentía, espíritu e integridad, pero también de una ley, supuestamente promulgada por el bien de la mujer y la sociedad, pero que de hecho somete, reprime y, a veces, suprime nuestra humanidad.

Mi ex novia y yo, hijos buenos, bien formados intelectualmente y educados en unos valores tradicionales en los que realmente creíamos, en el momento de la verdad, con 21 años, supuestos adultos, no tuvimos el carácter de ser consecuentes y así salvarnos de nosotros mismos. En la España de hoy en día, todos sabemos lo fácil que es que niños, ya sean en sentido figurado o literal, aborten a sus niños y, por lo tanto, sufran durante el resto de sus días una amargura sórdida y atormentante.

O no. Supongo que están aquéllos que, después de su crimen, creen que han hecho lo que hubiera hecho cualquiera en su misma situación y, por lo tanto, que han actuado correctamente. Quizás sea verdad que casi cualquiera hubiera hecho lo mismo. Lo fácil siempre nos atrae, pero también es verdad que, para realizarnos como seres humanos en el sentido más pleno y noble del término, la vida nos exige casi siempre el camino más difícil.

En cuanto a aquéllos que ya hemos elegido el camino más fácil, no hay marcha atrás. Nunca jamás lograremos olvidar lo que hemos consentido y si consiguiéramos olvidarlo, no quiero pensar en las barbaridades de las que seríamos capaces.

Quién tuviera un par de cuernos…

Partamos de una base clara: Me entristece el episodio de ayer de la prohibición del toreo en Cataluña, me cabrea la mascarada animalista para esconder ridículas intenciones diferenciadoras y, si a alguno de los prohibicionistas de verdad le mueve la defensa de los animales, doy por supuesto que jamás, bajo ningún concepto, comerá carne de un animal mil veces peor tratado que el toro de lidia más desgraciado del universo.

– Oiga, pero también habrá veganos entre los que reivindican esa posición, no me negará que esos sí son coherentes.

– ¿Coherentes? Bueno, bastante tienen con lo suyo. No me saque los veganos que me sale la vena punkie y me pongo a cantar lo que pienso de ellos.

Bien, dicho todo esto, vuelvo al principio.

Quién tuviera un par de cuernos. Quién fuera un toro negro zahíno, astifino y encastado, para que los grandes partidos aludieran a la «conciencia» para tratar sobre nosotros. Para que los padres de la Patria (o de la Región) tuvieran libertad real para dar la cara o no por nosotros. Para que quienes quisieran defendernos lo hicieran con coraje, enfrentándose a manifestantes en contra. Para que se hiciera causa común en partidos, radios y televisiones. Para que la gente se manifestara por nosotros con ardor, con rabia, con firmeza en sus posiciones inamovibles… Pero no lo somos. No tenemos -en general- cuernos. Ni somos -en general- negros zahínos. De encastados -en general- mejor no hablamos. Somos personas. Ni eso. Somos ciudadanos. Sujetos de pago de impuestos, carne de cañón, súbditos de la nueva casta.

Esa nueva casta que desde su atalaya nos escupe y grita: «Pagad, pagad, malditos. Morid en el vientre materno. Vivid como yo os mande. Haced sólo lo que yo os permita. Y si queréis que os tomemos en consideración, dejaros creced los cuernos. ¿O es que no nos veis los nuestros?»