Los días van pasando, y asistimos a lo de siempre. Los que demandan que leyes infames se mejoren encontrarán la consabida respuesta: No se debe legislar en caliente. Los mismos que así se desentienden de su responsabilidad -porque la capacidad de legislar es responsabilidad de hacerlo sirviendo al bien común y no privilegio de hacerlo a su antojo- cambiarán el discurso en unos meses, y seguirán negándose a cambiar nada, pero entonces dirán que es porque no hay demanda social. Será cuando los que ahora se escandalizan se olviden del asunto y sólo quede la angustia, el llanto y la desolación de unos padres ante una habitación para siempre vacía.
Ya nos lo sabemos. Ya lo hemos vivido. Han sido tantos los casos… El tesón de algunos padres venciendo la tentación de echarse a esperar la muerte tras serles arrancada la vida consiguen, de vez en cuando, mantener el eco de la demanda en la calle. Pero perdiendo fuerza conforme se alejan los meses, conforme las televisiones dejan de vender morbo. Quien sabe, quizá la de Cristina sirva esta vez para cambiar algo.
Cuando unos y otros dejen de mercadear con su sangre, quizá se acometa alguna reforma, se mejore alguna ley, se consiga un compromiso. Que servirá para que la próxima alimaña pague más por su crimen. Pero que no evitará que venga esa próxima alimaña.
Porque cuando alguien se decida a poner, negro sobre blanco y con sello oficial, que un Rafita cualquiera debe pagar por lo que hace y no escaparse de la justicia escupiéndonos a todos a la cara, muchos se alegrarán por ello. Y yo también. Pero seguirá habiendo madres sumidas en el llanto contemplando, durante años, camas vacías.
Porque ¿quién cambiará el rumbo de los tiempos? ¿Quien será capaz de hacer germinar en la juventud que hay valores superiores al «porque yo lo valgo»? ¿Quien inculcará en ellos valores sagrados de respeto, amor y obediencia? ¿Quién les explicará que para disfrutar de derechos antes, siempre antes, nunca después, deben atenderse unos deberes? ¿Quién cuidará de que no sean bombardeados por una eficacísima máquina de propaganda que hará de ellos impulsivos consumidores hedonistas?
¿Quién está dispuesto a afrontar eso? ¿Bajo qué amparo? ¿Bajo el de los mismos jueces que condenan a una madre por azotar al hijo que antes le tiró un zapato? ¿Bajo el de los políticos que consagrarán como una conquista indiscutible que niños de 13 años puedan -y deban- experimentar cualquier antojo sexual que se les ocurra? ¿Bajo el de un sistema político consistente en obtener el poder a toda costa y con él tener más cauces de corrupción disponibles? ¿Bajo el de las inmundas mafias que controlan ese sistema, auténticas máquinas de robar, sin principios, sin moral, sin escrúpulos, llamadas partidos políticos y presentados como sagrados? ¿Bajo el de los medios de comunicación que facturan decenas de millones de euros gracias a la publicidad de las mafias de explotación sexual? ¿Bajo el de esos medios dispuestos a lo que sea con tal de meter como modelo su zafiedad y mal gusto etiquetado como sociología juvenil? ¿Bajo el de tantos padres que han abdicado de su sagrado deber de tutelar a sus hijos y que les permiten y consienten todo con tal de que no molesten? ¿Bajo el de una sociedad que vende, desde todos sus estamentos, que cada uno vale según lo que tenga y según su imagen física?
¿Quién, que dé en paso al frente, liderará un cambio social que lleve a que los niños sigan siendo niños y no cuotas de mercado, a que los padres y profesores ejerzan su deber de aplicar la autoridad, de que la corrupción de menores no sea ejercida por el Estado, por los medios de comunicación, por tantos padres…?
Legislen lo que tengan que legislar, castiguen a tantos Rafitas, púdranse en la cácel los niñatos de 15 años que violan a niñas de 12. Que mañana vendrán más. Porque siendo necesaria esa legislación, eso es solo la expresión final del problema. La causa, esa es la que cuesta solucionar, porque ahí no sólo hay que exigir a los políticos. Ahí hay que dedicar esfuerzo propio. Y renunciar a supuestas comodidades. Y ejercer nuestros deberes. Y volver a definir una escala de valores digna. Y reconocer, sin disimulos, que nos dejamos engañar y que la hemos cagado.
Y eso ya es otro cantar.
Y mientras, más y más padres se unen cada año a la lista de los que necesitan cada mañana un sobrehumano esfuerzo para encontrarle sentido a seguir viviendo. Y más y más padres vemos a diario y con terror la sociedad en la que nuestros hijos, contra nuestra voluntad, están cada día más cerca de desembarcar. En el peor de los casos para unirse a ella. En el mejor para ser señalados como «distintos» o «raritos». Y sin lugar al que huir. Por piernas. Sin mirar atrás. Antes de que la mierda nos cubra la nariz.