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De las vacaciones (II): La visita nocturna

Con absoluto sigilo, y aprovechando tantos trucos y recovecos aprendidos en sus muchos años de experiencia, se coló sin ser visto. Como siempre. Nadie, absolutamente nadie, advirtió su presencia. Debió buscar por la casa, oculto a todos, hasta encontrar su objetivo. Y una vez hallado, tomó lo que andaba buscando, dejó su marca y desapareció como vino, sin ser visto ni oído, sin dejar más rastro que el que él quiso dejar en el mismo lugar del que tomó su botín. No había huellas, puertas abiertas ni pistas sobre cómo entró.

A la mañana siguiente, con los ojos casi pegados del sueño, mi hija me despertaba e informaba de lo sucedido.

Revisando a fondo la casa, y comprobando, como dije, que no había ni huellas ni rastro de las vías de entrada y escape utilizadas, imaginaba lo vivido por el visitante una vez abandonada nuestra casa de veraneo. Cómo sería la llegada a su casa, cómo expondría su botín ante su familia. Como presumiría, una vez más, de su logro sigiloso. Y me imaginé a su esposa, recelosa de estas salidas nocturnas y temerosa de la seguridad de su cónyuge.

Y casi pude ver a la Señora de Pérez recibiéndole, de brazos cruzados y golpeando el suelo de manera regular con su pata trasera derecha, riñéndole: “Dientes, dientes y más dientes. A ver cuándo me traes unos vestidos nuevos que no tengo nada que ponerme. Anda, mételo en el almacén ese en el que tienes los demás, que cualquier día entro con la escoba y te los tiro todos. Y un día te vas a encontrar con un gato gruñón y se te va a quitar la afición esta tan tonta. Y encima habrás dejado hasta dinero por este colmillo usado. Anda, anda, tira, que contenta me tienes. Porqué no haría yo caso a mi madre…”

Pérez, mientras tanto, colocará con tanto cariño como siempre “ese colmillo usado” con todos los demás allí, en su almacén. Su esposa no lo entiende, pero él sabe que todos esos dientes no son sino trocitos de la sagrada inocencia de miles de niños. Y que jamás, pase lo que pase, dejará de colaborar a mantenerla.

De las vacaciones (I): Desnudos somos todos (casi) iguales

La mirada fija en el mar, controlando que todas las cabezas están fuera del agua. Más allá, el horizonte. Mientras mis hijos juegan delante de mi no hay problema, porque dirijo la vista hacia donde debo. Pero ¿y al volver a la orilla? ¿Cómo comportarme? Debo pensar rápido, porque a Antoñito, uno de los componentes de la pandilla, le castañean los dientes entre labios morados y no tardará mucho la retirada de todo el grupo. Tú, a lo tuyo, Gonzalo. Vista al frente y a lo tuyo.

Entonces, vuelta al campamento base, con complejo de caballo o mulo, siento como unas orejeras invisibles me impiden desviar la vista. En un momento dado, mi hija sale corriendo hacia la derecha. La vigilo siguiéndola con la mirada y, chas, allí está.

Rubia, estatura media, delgada, joven de ventipocos, de piel blanca tornándose rosa, con su parte baja del bikini floreada y sus pechos pequeños, redondeados, firmes y desnudos. No detengo la vista y sigo la trayectoria de mi hija, que llega al agua, enjuaga sus juguetes de playa y vuelve al campo base. Ahora por el otro lado. La sigo con la vista. Al pasar a mi lado se detiene, maldición, en la misma línea de visión que la otra vecina de playa.

Chaparrita, de unos 65 años, pelo teñido de un color imposible y toda su piel, desde la frente al dedo gordo del pie de un color uniforme parecido al chocolate con leche. La parte de debajo del bikini le llega casi al ombligo y a ambos lados de éste cuelgan sus pechos desnudos.

Y ahora pienso en cómo tendría que dirigirme con el debido respeto a una señora mayor o cómo mirar a los ojos azules y llenos de vida de una veinteañera.

Y es que lo que no puede ser, no puede ser.

La vuelta

Las sombras se alargaron, como el abrazo de los niños despidiéndose entre el llanto inocente de su amistad desgarrada por el fin del veraneo.

El viento se enfrió, como el corazón de los jóvenes que se despedían con un último beso mintiéndose que su amor duraría todo el invierno.

Las tardes siguieron acortándose, como la memoria de aquellos que se intercambian direcciones y teléfonos asegurándose noticias mutuas y prontas que no llegarán hasta que vuelvan a compartir arena en la misma playa.

El despertador volverá a recibir sus golpes de cada mañana, y el volante recuperará las maldiciones y las uñas clavadas en la desesperación de cada atasco.

Y todos volvimos.

Bien hallados.

¿Trae los cascos?

Haciendo la compra hace unos días me fijaba en la estantería de los refrescos. Veía las botellas, todas en línea, alternando los colores propios de sus sabores… pero todas iguales. Recordé cuando salió la botella de dos litros de cocacola, aquella bombona -tal parecía- redondeada y que a pesar de su capacidad apenas pesaba más que la de litro de toda la vida.

Y me vino la imagen de una mesa en la terraza, celebrando algún cumpleaños, con las botellas de fanta, de mirinda o de casera, cada una con su forma característica, la fanta con sus hoyuelos, la de casera con su tapón cerámico, la de cocacola con sus curvas… La de Cruzcampo, en la mesa de los mayores, con su Gambrinus pintado, en ocasiones casi irreconocible ya por lo gastado… Y todas, todas las botellas, con aquellas líneas que la cruzaban, gastándolas, señal que que era por donde alguna máquina las arrastraba en su proceso de limpieza…

Sí, de limpieza. Esto habrá que explicárselo a los más jóvenes: Acabado el cumpleaños, por lo menos la parte de celebración en la casa -consistente en una merienda con los hermanos, el vecino y tres amigos a base de un par de bocatas y unos refrescos- venía el resto de la tarde, que pasábamos, cómo no, corriendo por la plaza y jugando en la calle.

En los cumpleaños había un extra añadido. Una vez recogida la mesa -sí, nosotros recogíamos- las botellas vacías -los «cascos»- quedaban en una bolsa junto a la puerta de la cocina. Entonces el cumpleañero le pedía a su madre «mamá, ¿podemos llevar los cascos?», y por ser el día que era, solíamos obtener un sí.

Felices como perdices, los 4 ó 5 niños llevábamos la bolsa a la tienda de la esquina -o al «súper», que empezaban a verse los primeros- y levantando las botellas le decíamos al tendero -o a la cajera- aquello de «Don Fulanito, que traigo unos cascos». Y el tendero te los cogía y te daba las pesetas correspondientes por los envases. Pesetas que eran rápidamente socializadas en el kiosko de la esquina y repartidas en forma de chuches. No, entonces no había cartuchos preparados a euro en el híper.

Habrá que seguir recordando cosas a los jóvenes, y es que esto se producía porque al comprar los refrescos y las cervezas, previamente, el tendero le había preguntado a nuestra querida madre el preceptivo «¿trae usted los cascos?» para, en caso afirmativo cambiarle los vacíos por los llenos y en caso negativo, cobrarle esos cascos de los que ahora nos devolvían el importe. Esto no ocurría sólo con las botellas de litro -y de litro y medio, que sacó también cocacola-, sino también con los botellines, con los tercios, los cuartos y los quintos.

La botella se cobraba, sí, pero sólo la primera vez. Las siguientes se iban cambiando llenas por vacías y se pagaba sólo por el contenido. Esto hacía que fuera corriente que en las casas existieran las cajas de plástico en la que traer los botellines comprados y en la que ir almacenando los vacíos para luego llevarlos de vuelta.

Aunque me haya remontado a lejanos cumpleaños tampoco hace tanto que se seguía usando esta técnica. Debió ser por los últimos 80 cuando algún iluminado nos vino a contar que lo moderno moderno, lo chachi chachi, lo limpio que te rilas, era el «vidrio no retornable». Que consistía en que la misma botella de toda la vida ahora en vez de traerla de nuevo al súper y que se devolviera a la planta embotelladora para que allí la limpiaran, la volviesen a llenar y poner en circulación, ahora la tirases y cada vez te daban una nueva.

Claro, lo que aquel anuncio que ponían convenciéndonos de la bondad de lo nuevo omitía era que además de darte el envase nuevo, te lo iban a cobrar siempre y no la primera vez.

La otra noche iba yo, manchado de pintura, camino de los contenedores. En una de las bolsas, varios botellines de cerveza y otros envases de vidrio. Los iba tirando a aquél iglú verde -crash, clanc, clonc- armando un escándalo considerable a horas intempestivas, y echaba cuentas. La Administración cobrándonos impuestos para poner plantas de reciclado de vidrio y soltar pasta a los medios para convencernos de lo bueno del reciclado. Empresas que mediante no sé qué condiciones acuerdan con la Administración encargarse de ese supuesto reciclado. Envasadoras de cervezas y refrescos que nos cobran el botellín que ellas tienen que comprar al suministrador de vidrio que supuestamente lo ha reciclado. Y nosotros pagando en el súper por el refresco y por el envase.

Eso sí, la hostelería tiene bula y puede seguir usando envases retornables. ¿Por qué? ¡Ah…! No pregunte usted esas cosas, y pague, leñe, que es lo suyo. Moderno y pagador. Ciudadano ejemplar.

Ganas me dan cuando veo una de esas campañas por el reciclado de vidrio de agarrar una de litro y gritarle «tenga, tenga, que he traído el casco… ¿se ha puesto usted el suyo?»

Las hermanas

Me las he vuelto a cruzar. Como tantas veces. Me las cruzo habitualmente. Son gemelas. Yo diría que idénticas. Andarán por los ventipocos. Y de cara son, digamos, poco agraciadas. Pero de eso me dí cuenta la segunda vez que las vi.

Porque la primera -fugaz, de cruce de acera camino del kiosko o la farmacia- lo que me llamó la atención era los atuendos y estilo de ambas. Minivestidos a presión, tapando lo justo -o menos-, sujetadores de talla mínima intentando que aquello resalte, taconazos, andares mareantes… Pero no se hagan una idea equivocada, no eran ningunas tipas despampanantes tras las que perder la mirada. Por lo menos no para mí. No tienen un cuerpo escultural, ni gracia en los andares, y pertenecen a esa nueva generación sin curvas ni estilo. Dos canis con aires, pensé.

La siguiente vez que me las crucé fue de frente y con tiempo para fijarme en lo más importante. Entonces es cuando vi que eran poco agraciadas. Y me compadecí. No de que lo fueran, sino de su empeño en demostrarlo. No son guapas, desde luego. Pero eso se disimularía en otros casos, pero parecen tener el empeño en que reparemos ese extremo. Diría que deben tener tal ansia de encajar en algún extraño canon de belleza, que han adoptado un papel. Y ahí van, con pelo teñido de rubio casi platino, maquilladas como una puerta, con aparatosos pendientes y permanente cara de mala leche y suficiencia. Exacto, esa cara que ponen ahora las famosetas de medio pelo y cama fácil que parece que te perdonan la vida desde su portada de revista de peluquería.

Las imaginé sin esas caretas ni esos disfraces, caras lavadas y ropa normal. Y pensé entonces en que quizá, hace unos años, alguien les hizo pensar que como no eran guapas, debían suplir esa carencia convirtiéndose en bombas sensuales. Y ellas se pusieron al asunto, y se tiñeron, y se pusieron a estricta dieta, y apuraron su cintura al mínimo, y estiraron sus pechos al máximo. Practicaron andares supuestamente sensuales. Y se transformaron. Dejaron de ser dos muchachas normalitas y se convirtieron lo que ahora parecen ser: Dos canis feas vestidas de pelanduscas. A cambio, quizás dejaron atrás la posibilidad de atraer por su gracia, por su simpatía o por su conversación. ¿Acaso no vemos la tele, las revistas, el cine? Tienen que llamar la atención por su físico. Tienen que ser «apetecibles» por su imagen. Si no, no valen nada. Y se lo creyeron. Como tantas otras.

Yo creo que perdieron con el cambio. Muchísimo. Como tantas otras.

El recorte

Entre los supervivientes de la limpia queda este recorte. En varias ocasiones, en charlas informales en las que alguien contaba algún disparate que había salido en las noticias, yo contaba ésto. Y nunca, nunca, nunca nadie creyó que fuera cierto, sino una leyenda urbana.

De la fiabilidad de la fuente no respondo, pero por fin puedo mostrar la prueba de que yo al menos sí lo vi en la prensa.

Disfrútenlo:

Las tijeras, Adela y el Spectrum

El problema de cambiar una habitación no es el color de las paredes o los goterones de pintura en el suelo, sino el trajín que hay que liar. Y en mi caso, por mi manía de enlazar cosas y recuerdos, además, es un suplicio. Algunas de las cajas que aparecieron no sólo llevaban mis casi 12 años de casado esperando en un rincón, sino que además en muchos casos las había llenado mi madre volcando estanterías enteras que llevaban en mi cuarto de soltero otros tantos cogiendo polvo.

Durante años he evitado hacerles frente, para disgusto de mi mujer. Ahora no me ha quedado más remedio.

Anoche estuve hasta las 2 con un par de cajas. A cualquier otro quizá le parecería una labor sencilla. Esas revistas viejas, esos juegos de ordenador de hace 25 años o más, esos números de teléfono que no sabes de quienes son… Pero con cada papel arrugado que iba apareciendo, era mucho más que papel, polvo y alguna araña lo que yo iba clasificando.

Busqué entre aquellas revistas de ZX las páginas que tenía señaladas, sin saber el porqué de esas señales. Anuncios de nada que ahora me parezca interesante, líneas de código en Basic para diversas utilidades y juegos… Y me vi, con 15 años y mi spectrum de 48K bajo el brazo, evidencia de que la más puntera de las tecnologías, escudriñando aquellas revistas buscando en ellas importantísimas revelaciones… y a punto estuve de volver a guardarlas. Pero acabaron en la caja de «para tirar». Seguramente en los próximos días despertaré sobresaltado recordando que en una de ellas encontré algún código importantísimo que ahora necesitaría imperiosamente…

Fui repasando con cuidado tantas cintas y tantos juegos del Spectrum. ¿Acaso sirven para algo? El Spectrum también lo guardé en su día… pero no funciona. ¿No sería lo lógico tirarlo todo? Recuerdo cuando guardé el Spectrum que me planteé eso mismo… No funciona… no lo voy a arreglar… si lo arreglara no lo usaría por razones evidentes… Todo parecía empujarlo a la basura, pero un simple acariciar de aquellas teclas de goma me hicieron recordar tantas cosas que me decidí a guardarlo «hasta el próximo orden». Así que ayer los juegos fueron a dormir junto a mi querido 48K.

Pasé varias veces algunas tarjetas de visita que aparecieron, intentando recordar quién y porqué me las entregaron. Y sobre todo, lo que me hace resistirme a tirarlas… ¿por qué las guardé? ¿Acaso pensé que en el futuro podría necesitar los servicios de aquella empresa, que ni recuerdo ni existirá ya? ¿Acaso me unía alguna amistad con el nombre que aparecía en ellas? No lo sé. Y mientras las tiraba, tiraba también esas preguntas que se me iban asomando. Y no fue nada fácil. Pero acabaron en la caja de «para tirar».

Además de las tarjetas impresas, recortes de papel con nombres, direcciones y teléfonos. Fácil, ¿verdad? Si te interesa lo guardas, o mejor te lo apuntas en el móvil, y si no lo tiras. Algunos requirieron un tiempo para situarlos. Otros los recordé enseguida, pero me mantuvieron un buen rato reviviendo el momento exacto en el que fueron escritos. Era un paso evidente, la manera de sellar que el contacto se mantendría… solo que no se mantuvo, en algunos casos ni por una sola vez. Allí estaban las promesas de escribirnos con algún compañero de campamento juvenil, o de internado veraniego… O los datos del entrañable Carl. O los de la guapísima C., que me hizo evocar como si lo estuviera viendo a J.M. contándome un día emocionado «me ha escrito, me ha escrito, a mí, y a vosotros no…» quizá imaginando un próximo encuentro… apenas un par de meses antes de enterarnos de que se casaba con ciertas prisas…

Anda, este papel aparece en cada limpia. Marzo del 75. Pruebas psiconosequé aquí al menda. Inteligencia, atención verbal, afectividad, test de fulanonosequién… y ese comentario que me sigue haciendo tanta gracia, sobre todo cada vez que alguien me dice que qué raro corto las cosas. Con 6 añitos, como parte del dictamen sobre mis aptitudes, ahí lo dice bien claro: «Coge mal las tijeras». Y hasta ahora.

Así van pasando paleles, voy tragando polvo y carraspeando, mientras voy recordando cosas, unas provocándome sonrisas, otras carcajadas, otras nostalgia, otras tristeza… Ya tengo la caja de «para tirar» y la de guardar. Ahora viene la decisión. ¿Qué hago con las tres o cuatro cosas que he dejado en medio, indeciso?

El recorte de periódico lo guardaré, a ver si un día lo escaneo y por fin demuestro que sea o no sea leyenda urbana, la desternillante historia yo la leí en prensa supuestamente seria. El folleto de aquel pabellón de la Expo lo tiraré. Y la tarjeta de felicitación de cumpleaños… esa la guardaré. Una felicitación que empieza diciendo «No sé si sabes quien soy, en una fiesta en el verano del 88 nos tocó -ojo al verbo utilizado, porque era así, se sorteaba- juntos en el primer baile».

Alguna mente calenturienta o con falta de perspectiva pensará lo que no es. Efectivamente, no lo es. Pero a mí me ha hecho mucha ilusión. Supongo que la primera vez que leí aquella tarjeta la recordaba perfectamente. Ahora reconozco que la laguna era importante. Pero de lo que se trata no es recordarla sólo a ella, sino mucho más. Me ha recordado aquellas fiestas y aquella pandilla que formábamos, un grupo unido, sin el mamoneo que veo en las pandillas de adolescentes de ahora.Una pandilla que apenas compartíamos unos días en el año pero que marcaban muy profundamente.

Ella vino un año -creo que dos, pero yo sólo coincidí uno con ella- acompañando a una de las «miembras» de la pandilla de toda la vida, pero ya forma parte, como tantos otros con los que compartí nada más que un veraneo, apenas unos días, de los recuerdos de aquellos tiempos.

A ver si para la próxima limpia puedo recordarte mejor, Adela de Vigo. Aunque cada vez me cuesta más situar algunas cosas. Como pronosticabas en la tarjeta, nunca llegué a utilizar la dirección que me mandabas esperando respuesta. Al menos que yo recuerde.

En fin, que cuando decido que por ahora ya está bien, me sacudo el polvo, estornudo un par de veces, coloco las cajas de guardar en su sitio y llevo la de tirar hacia la puerta. A la mañana siguiente siento que estoy echando un trozo de mi vida al contenedor.

A veces veo la escena en la que -espero que dentro de muchos años- mis hijos y mis nietos hacen limpia de mis cosas cuando yo haya doblado la servilleta. Van a flipar diagnosticándome un inequívoco Síndrome de Diógenes. Pero no es cierto. Lo que yo guardo no es inútil. Son chispazos de vida.

Melilla

Soy muy simple, lo reconozco. Cuando se plantea un problema no tengo capacidad para diseñar soluciones complicadas. Pero es que es así como yo lo veo. Las soluciones simples son más sencillas de acometer y menos traumáticas. Y pienso en ello cuando me veo al Excelentísimo Señor Presidente del Gobierno de la Nación Española y a sus Excelentísimos Ministros de Interior y de Exteriores haciendo malabarismos con los últimos acontecimientos en la frontera entre España y Marruecos.

Vamos a ver, ¿qué problema hay con la frontera con Marruecos? Que los moros dicen que son agredidos por las mujeres policías. Pues claro, hombre, hay que pensar que esa civilización aliada toma como agresión el que una mujer simplemente ejerza autoridad sobre un hombre. Pues respetemos sus creencias tribales. Fuera la policía nacional de la frontera. Mujeres y hombres. ¿Para qué tenemos allí a la Legión? Dos caballeros legionarios atendiendo cortésmente a cada morito que quiera pasar y, por supuesto, exigiéndole un cumplimiento exhaustivo de todos los requisitos, sin los cuales no puede entrar en territorio español.

Pero eso sí, a todos los que han lanzado esas acusaciones contra nuestras funcionarias policías, se les requerirá que entren en España para declarar en el juzgado y acrediten lo denunciado. En caso contrario, no dudo de que el Ministerio Fiscal emprenderá las acciones necesarias para defender el honor de nuestra policía y pedirá el procesamiento por acusaciones falsas a los moritos en cuestión.

¿Que en la zona neutral de la frontera hay alborotadores mafiosos? Pues eso supone un riesgo para la seguridad nacional que habrá que atajar de inmediato con toda contundencia. También nos vale la Legión para ello.Y sus armas reglamentarias, claro.

¿Que esos mafiosos no dejan pasar los camiones de suministros o los controlan de alguna manera? Nuevo riesgo. Debe cerrarse de inmediato el paso de productos marroquíes, asegurándose el suministro desde la Península.

¿Que los mafiosos no dejan pasar a las moritas que van a servir a las casas españolas? Bueno, pues habrá que aclarar ese asunto para dejar todo el papeleo claro. Y en el caso de que vaya a seguir viniendo a trabajar alguna morita hay que pedir, ahora sí a la policía, que extreme el cuidado y pida toda la documentación a esas moritas, dejándoles entrar en España sólo si tienen todos los papeles en regla y no dejándoles sacar a Marruecos dinero español si no acreditan su origen y su regularidad fiscal. Y claro, como el problema está en las mujeres policía, que sean varones los que procedan a esas identificaciones y en su caso cacheos.

¿Y al Sultán de Rabat, ese que llaman Rey Mohamed? Pues que el sustituto de Garzón le reclame para procesarle por lo que es: Un asesino y genocida.

Y como medida adicional no estaría de más el procesar por alta traición a quien a la vista de las amenazas que representa el moro haya hecho dejadez de sus funciones sobre todas estas amenazas desde la Jefatura de Estado o del Gobierno en las últimas décadas.

Agosto (II)

Es curiosa la memoria selectiva de algunos. Todos los años por estas fechas toca escuchar a alguien con su «qué tiempo más raro, en agosto y el bochorno de la semana pasada, el frío que hizo anteanoche, el calor por la mañana, luego esas nubes, el chaparroncillo de el otro día o la tormenta de ayer, lo que cayó en un momento». Les miro de reojo y les contesto con nada más que una palabra: «Cabañuelas».

El otro abre los ojos y a modo de burla exclama «ya salió el antiguo este, coño, parece mentira que creas todavía en esas cosas».

Yo, acostumbrado, no me inmuto. Pago mi café, me giro hacia la puerta y al pasar por su lado le doy una palmada mientras concluyo: «Tú, el que cree en los satélites y en la tipa de la tele y por eso se piró a la playa. Tú si que sabes. Anda, cúrate ese resfriado.»

Paleta de colores

Anoche recordaba los tiempos en que me empecé a acercar ¡ay! al mundo de la informática. Todavía entonces había quien te preguntaba «¿tu monitor es en color o monocromo?» Y los primeros tiempos del color, en que muchos juegos y programas te preguntaban en el arranque si deseabas la configuración CGA, EGA o VGA. Si andabas con un ordenador clónico de bajo coste te apañabas con el CGA, pero ya casi todos chutaban con el modo EGA y en cuestión de meses el estándar VGA hizo desaparecer la pregunta.

Yo tenía un juego, no recuerdo cual, que hacía esa pregunta al iniciar. Un día, estando con un amigo, me vio cómo al arrancar yo le daba a EGA. Me avisó: «No, tío, dale a VGA, que está mucho mejor». Yo le contesté que había estado comparando y se veía igual, y por comodidad, como la opción marcada por omisión era EGA, pues yo le daba a intro y p’alante. Entonces él explicó las diferencias entre los distintos formatos, cómo el EGA mostraba 16 colores simultáneamente (de una paleta de 64) mientras VGA podía mostrar hasta 256 (de una paleta de 262.000).

Acabó su explicación sin que yo abriera la boca, y tras unos segundos de silencio, yo miré a la pantalla, miré a mi amigo, miré a la pantalla… y pregunté ¿y pa qué tanto, si no se distinguen?

Y digo que me acordaba anoche de todo esto. ¿Saben a santo de qué? Pues en el momento en el que mi mujer, con el suelo lleno de goterones y los pulmones a punto de estallar por el aire irrespirable, los plásticos cubriendo los muebles vaciados y apartados de la pared a empujones, el salón lleno de chismes, de carpetas, de libros, cajas y bolsas, las 11 y media de la noche y sin cenar, miró un rato a las paredes, todavía frescas, y mirándome con la cara torcida, suelta: «Pues no me convence a mí el color… creo que me equivoqué…»

Entonces recordé unos interminables minutos en el pasillo de pinturas de interior de Leroy Merlín en el que ella iba señalándome colores que yo veía exactamente iguales unos a otros mientras ella me indicaba los evidentes -por las quejilas- matices que los diferenciaban.

Recordé el instante anterior a esos minutos en el que ella me preguntaba «y de qué color lo pintamos», contestado -como siempre que se me hace esa pregunta- por mi «blanco, ¿no?»

Recordé unos meses atrás en la que ella me hablaba de los colores a utilizar utilizando como ejemplos los de los dormitorios de nuestra propia casa, a lo que yo contestaba «ah, ¿pero nuestro cuarto está de ese color?»

Y finalmente llegué a esos tiempos de la informática… me quedé buceando en ellos, y sólo salí de mis recuerdos maldiciendo: ME CAGO EN EL VGA. VIVAN LOS 16 COLORES Y LA GAMA CROMÁTICA MASCULINA.

Eso sí… me ha quedado una salita de lo más metrosexual. Uffff.