En mis tiempos recuerdo que en toda entrevista que se preciara, y en cualquiera de esos cuestionarios que hacíamos de jóvenes del tipo «cuánto conoces de fulanito», había una pregunta que no faltaba nunca:
– «¿Qué personaje histórico le hubiese gustado ser?»
Era una buena ocasión para comprobar el grado de tontunismo moderno del entrevistado, porque los modennnnos nunca salían del sota, caballo, rey de turno. Y yo entonces me hacía esa misma pregunta. Y dependiendo del ánimo y de los años, mi respuesta iba cambiando. Del gran guerrero al escritor famoso, del guerrillero contra el francés al gobernante justo y magnánimo, del cantante namberguán al galán irresistible.
Creo que la mayor parte de las elecciones tenían que ver con las armas. Y es lógico, pues si nos quedábamos en casa, nuestro solar se edificó a base de ellas, como herramientas al servicio de un ideal supremo y común que se fue derrumbando precisamente cuando el personal dejó de creerlo supremo y cuando dejamos de tenerlo en común, y empezaron a querer cambiárnoslo por moderneces insoportables, en las que seguimos, y esas armas dejaron de apuntar hacia afuera, hacia el enemigo, para apuntar hacia adentro, hacia el rival.
Pero bueno, al asunto. Finalmente la elección se fue posando y haciéndose fija. Y ya no cambiaba con años ni con ánimos. Un colono de Castilla. Uno de aquellos héroes anónimos que escribieron una de las páginas más grandes de la Historia de la Cristiandad, abandonando sus montañas para situarse, allá por el final del siglo VIII y todo el IX, en la primera línea del peligro, soportando intercambios culturales aceifa tras aceifa verano tras verano como pago para construir una sociedad de campesinos libres e iguales, dueños de su tierra, fieles a sus ancestros, a su fe y a su rey, sin parangón en el mundo.
Aún hoy no son pocas las veces que pienso que ese era mi lugar en la Historia, que algún desajuste me robó trayéndome al siglo XX cambalache, problemático y febril, donde el que no llora no mama y el que no roba es un gil. O peor, a su hijo bastardo y degenerado, el XXI.
Pero en el fondo, cuando me pregunto a mí mismo no qué personaje debiera haber sido sino cuál me hubiera gustado ser, desde hace unos años -los años de las certezas, de los reposos, de las canas…- siempre acabo llegando a la misma conclusión. Y como es el protagonista del Evangelio de hoy (Lucas 2, 22-35), se lo revelo a este mi amado público.
¿Podría uno aspirar a mayor honor que el haber estado en la piel del anciano Simeón? Ese que, después de una vida justa y piadosa, fue capaz de reconocer a simple vista en un simple niño la salvación del mundo, tuvo la oportunidad de tener al mismo Creador en sus brazos y, después de ello, en lugar de reclamar puestos ni favores, agradeció al Señor tan grande regalo y poder así «morir en paz», pues a nada mayor podía aspirar después de haber alzado él mismo en sus brazos amorosos a la misma Luz del Mundo.