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El último día

Callada, pierde la vista por la ventanilla. Pudiera parecer que es como cualquier otro día, pero no es así. La observo en silencio, sin que se percate, cada vez que puedo. Y hoy tiene un gesto especial. Por momentos aprieta los labios, mira hacia abajo, entrelaza y suelta sus dedos una y otra vez, inquieta. Es el último día de curso y nos vamos acercando al colegio poco a poco. Como cada día. Como tantos días. Como siempre. Como nunca.

No le digo nada. Intuyo lo que está pensando pero me hago el distraído. No quiero preguntarle. Me sigo fijando, escondido. Escudriña cada rincón, cada árbol, cada farola, cada barandilla… cada gota de agua que lleva el río, cada coche que adelantamos o nos adelanta en el lento pasemisí del atasco. Explora cada detalle del camino. El mismo camino que cada mañana ha recorrido desde hace siete años. Algo en su cabeza le dice que quizás, sólo quizás, esta sea la última vez que hace ese camino como tal, con su uniforme, su mochila y la mañana de cole por delante. Sabe de sobra que el cambio de colegio (quizás, sólo quizás) es inexorable, que si no es éste, será el próximo o como mucho el siguiente verano. Que en el nuevo le espera su hermana mayor y ya también el pequeño. Que allí conoce ya a otras niñas, que el ambiente es parecido, que la vida cambia y la situación que gracias a Dios nos llevó a su actual cole ya no es la misma…  y que es para bien.

Pero yo sé que se le rompe el alma al pensarlo. Al menos, tanto como a su madre o a su padre. Y no sólo a ella. A sus amigas, a sus profesoras, a las hermanas… Tiene a gente rezando porque tenga la plaza para el cambio y a gente rezando para que no la haya y se quede dos cursos más. Así que pasará, como siempre, lo que tenga que pasar. Y será para bien.

No, no voy a preguntarle nada, a decirle nada. No quiero que llegue llorando el último día. Y tampoco quiero llegar llorando yo. Ya tendré tiempo cuando escriba sobre esto.

Entra en el cole, después de dos días de falta, con la mochila casi vacía, para recoger sus cosas. Y quizás, sólo quizás, mientras esté metiendo en ella los libros, estuches y cuadernos, a la vez esté dejando allí, ya para siempre, un jirón de su vida. Y de la nuestra.

Salvadle a él, no a mí

Hay que salvar al Euro, dice Guindos… Y es lógico. Al fin y al cabo, los servicios que la estafa del euro ha prestado al régimen son enormes.

Con él nos han expoliado y estafado mientras ellos apuntalaban su poder. Con él han mantenido al rebaño contento, creyendo que mejoraba, mientras se le empobrecía y robaba su futuro. Con él hemos pasado a ser lo que los tiranos del régimen querían, una reserva de camareros.

Salvemos al euro, dicen. ¿No será «a los euros»? A los suyos, sobre todo.

Pues ¿saben qué? Que en el fondo es lo que nos merecemos. Que salven el euro. Y a nosotros que nos vayan dando.

Porque, no lo pierdan de vista, de eso se trata: De escoger uno u otro. Se puede salvar al euro, o a la gente. ¿Lo dudaban?

No oigo ahora las europedas celebraciones que hace diez años lanzaban los repugnantes borregos.

Acudiendo al chupasangre

Ocurrió hará un par de años. Quizá algo más. Llamaron a la puerta. Al otro lado de la cancela un hombre me saludaba atentamente y me pedía que le dedicara un minuto. Su aspecto no destacaba por nada en concreto. De edad difícil de determinar, posiblemente más cercano a los 60 que a los 50, la indumentaria sencilla y correcta, las manos anchas y marcadas por años de trabajo con ellas.

Normalmente cuando alguien viene de esa manera lo hace intentando venderme algo, o pidiendo. La cancela sirve en esos casos de frontera, de línea divisoria. Le miré a los ojos y en ellos no había intención de molestar. Usted dirá, le dije mientras abría el cancel y le recibía cara a cara. En un primer momento, su cara dejó entrever un alivio, quizá una celebración de no encontrarse la puerta cerrada en las narices, como quizá le había ocurrido en varias casas antes de llegar a la mía. Entonces abrió la boca mientras alzaba el rostro, seguro de sí, mirándome a los ojos. Apenas le salió una frase, algo del tipo usted disculpe, mire usted lo que me ocurre. Sus ojos se oscurecieron y buscaron sus manos, que se reliaban sin saber muy bien qué hacer. Su voz dejó de sonar segura para alargar las palabras que buscaban una explicación que sus gestos ya me daban. Su aplomo y presencia se habían esfumado en apenas dos segundos.

Con la voz entrecortada y los ojos a punto de deshacerse en lágrimas me contó que sentía mucha vergüenza, pero que se veía obligado a pedir porque no podía hacer frente a sus deudas. Por cosas sueltas que me dijo, le entendí que tras una primera racha de dificultades, había acudido a una conocida financiera de Sevilla. Él se refirió al dueño de la misma, momento en el que apretó los dientes mientras por fin dos lágrimas caían sobre su rostro. Sus labios se movieron sin emitir sonido y su vista se perdió en el infinito bajo un ceño fruncido. Era lo más parecido a una maldición. Ahora esa financiera -ese chupasangre, dijo él volviéndose a referir al conocido dueño- reclamaba el pago de lo prestado y de las leoninas condiciones. Y él se tragaba su orgullo y su vergüenza para que su familia no se quedara en la calle. Le dí unos euros, pocos. Estreché su mano y, sujetando con la izquierda su hombro, le deseé suerte con sinceridad. Él apenas pudo articular un gracias mientras bajaba más la cabeza y buscaba el refugio de la esquina. Sin duda la mísera ayuda que yo le ofrecí no pagaban ni de lejos su mal rato. Se marchó al fin, y yo me quedé con una sensación de rabia, de lástima y de impotencia.

Mi primer pensamiento rozó el reproche a aquel pobre hombre. Ya deberías saber que los usureros reclaman sus pagos. Pero bien que cogiste el dinero que te dió en su día, insensato. Luego me reprendí a mí mismo, por juzgar los males de los otros, además desconociendo del todo su situación. Intenté entonces dibujarme un retrato del desconocido. Lo imaginé trabajando duro durante muchos años, sacando a duras penas a los suyos adelante. Y lo supuse en los años del boom, viendo cómo por primera vez en su vida los fines de mes llegaban sin apuros, sin estrecheces y sin miedos. Y entonces quizás pensó que era momento de disfrutar de lo conseguido y de meterse en gastos, y de ponerle el piso al niño, o de darle unos estudios a la niña, o de llevar a la parienta a ver mundo. Y allí estaba el del banco, poniéndole por delante todos los papeles que quisiera, sólo para firmarlos.

Siguió la fiesta, y el horizonte era prometedor. Así que pensó en establecerse por su cuenta. Montar una oficina, rotular un furgón… Y se lo comentó al del banco. No faltaba más, le dijo. Firme, firme usted aquí y le ampliamos la hipoteca. Las dos. O las tres. Se las refinanciamos, le dijo.

Pasado algún tiempo, aquello fue perdiendo presión, y aunque seguía saliendo trabajo, los perros ya se ataban con sogas y dejábamos las longanizas para los dueños. Y las cuentas empezaron a no salir. O a salir, pero cada vez más justitas. Y quise imaginar a aquel desconocido pensando en que después de tanto crecer, aquello tenía que ser nada más que un pequeño respiro, que en cuestión de meses volvería a moverse todo. Pero con varios proyectos en marcha, le empezaba a faltar liquidez. Así que fue a ver al del banco, que le recibió con la sonrisa de siempre… pero sin ponerle delante más que excusas, mire usted, desde arriba nos dicen que no podemos pasar de ciertos porcentajes y la verdad es que usted está ya muy por encima de ellos… Si acaso cuando saldemos una de las hipotecas… sí, la de 35 años…

Así que, abandonando toda prudencia y sensatez, hizo caso al consejo que un mal día le diera algún conocido, o tal vez se dejó engatusar por los anuncios de crédito fácil que en la prensa y radio locales asomaban a diario. Y allí que se presentó. Buenas tardes, mire, yo tengo unos negocios que andan muy bien pero estoy esperando unos pagos y necesito liquidez, así que estoy intentando refinanciar mi deuda y…¿avales? Hombre, tengo mi negocio, el coche, la casa, el piso del niño, la oficina, el furgón…

Y firmó. Y cogió el dinero que le iba a mantener como un empresario de éxito. Y dejó como aval su coche, su casa, la del niño y quién sabe qué más. El resto de la historia que yo mismo me construí ya la suponen.

Y así hasta levantarse cada mañana para paterse las calles, puerta por puerta, muerto de tristeza y de vergüenza, pidiendo una ayuda que le haga ganar unos días más. Mientras el chupasangre ya hace planes sobre qué hará con su casa, con su coche, con el piso del niño y, si se tercia, con la niña.

Imaginé al desconocido maldiciendo cada momento de su vida aquel error, cuando los apuros asomaron en el horizonte y su decisión fue acudir al chupasangre a pedir más dinero en lugar de liquidar lo que pudiera y no engordar más la pelota.

Y ahora… ¿Saben porqué les cuento esto? Como dije al principio, esto ocurrió hará un par de años. Posiblemente alguno más. Tengo grabado a fuego la expresión de rabia de su rostro cuando nombró al chupasangre. Y dudo que olvide en mucho tiempo aquellas dos, sólo dos, nada menos que dos lágrimas que en ese momento cayeron por sus mejillas. Alguna vez he pensado en recordarlo aquí, en voz alta, sólo para soltar uno de esos fantasmas que guardamos en nuestro interior. Pero nunca lo hice. Hasta ahora.

Aquellas lágrimas me vinieron a la punta de los dedos la semana pasada. Concretamente cuando oí al Presidente del Gobierno decir, tan solemne él, que la prioridad absoluta e inaplazable es refinanciar la deuda. No saldarla. No salir de ella. No. Refinanciarla y seguir p’alante. Pedir más para intentar ir pagando lo que ya debemos.

Al menos aquel hombre iba intentando tapar su herida aunque fuera con jirones de su orgullo y vergüenza. Este, en cambio, como todos los de su casta y ralea, va de puerta en puerta diciendo que le den más, que lo va a devolver. Con un par.

O mejor, que ya se lo devolveremos nosotros. O nuestros nietos.

Paseando por el barrio

Mi hija mayor desaparece dentro del portal. Debo recogerla en una hora. Ir a casa y después volver sería dedicar los 60 minutos a calentar el asiento del coche. No tengo recados que hacer. Así que aprovecharé el tiempo rezando y el rato que me quede lo dedicaré a pasear por el barrio. Hace mucho que no lo hago. Sí, he pasado por él. He andado por él. He estado en él. Pero hace años que no paseo por él. Eso -el no pasear mucho por él- no debería ser extraño. El barrio es feo. Siempre lo ha sido. Como todos los barrios surgidos en el desarrollismo del último tercio del siglo pasado.

Cruzo la calle buscando el camino que me lleve a la parroquia. Allí, en la acera, una niña de no más de 8 ó 9 años juega con el que parece su hermano menor. Tengo que esquivarlos porque en el momento culminante -así debe ser por las risas de ambos que inundan la calle- ruedan por el suelo justo delante de mí. Me fijo en ellos. Sus caras, radiantes de felicidad, dejan bien a las claras que son españoles. De pura cepa. ¿Que cómo lo sé? Morenos de pelo y tez, con la nariz chata y los ojos rasgados, denotan su pura sangre española. Del otro lado del Atlántico, claro. Se levantan rápido y salen corriendo, continuando el juego. No encuentro en la ancha acera con veladores a quien me parezcan sus padres. Intuyo que deben estar en uno de los pequeños negocios que en los últimos años han proliferado en esa manzana y las más cercanas. Una mujer de edad parecida a la mía que camina en dirección contraria y que también tiene que esquivarlos los fulmina con la mirada, y le adivino un gesto de repulsa a la visión de los niños por el suelo sucio.

Sigo mi camino. Iba hacia la parroquia, ¿recuerdan? Sí, es verdad que la parroquia no desentona. Es tan fea como el barrio, una nave rectangular en la que dan ganas de pedir perdón a las imágenes por colocarlas allí. Pero allí está el Señor escuchando la oración que me costaba componer y que luego puse aquí en orden. Y allí, en la parte de abajo, está la pila en la que me bautizaron. Espera, ¿y la pila? ¿qué han hecho en esa parte? ¿por qué parece la sala de espera del consultorio?

Sigo mi camino. Me sorprende encontrar todavía algunos de los negocios que dejé allí hace décadas y de los que apenas guardaba recuerdos. En sus mostradores, matrimonios mayores me hacen recordar a jóvenes emprendedores que un día llegaron. En cambio, me sorprende leer un “se alquila” en aquel local que durante años nos surtió de regalos y chucherías. A su lado, invencible, la heladería que surtía nuestros postres dominicales del mejor helado del mundo sigue ofreciendo sus delicias, si bien donde aquella pesada puerta con marco de hierro sacudía una campanita para que la misma señora de siempre con su uniforme de rayas blancas y rojas nos saludara atentamente, hoy se abren automáticamente hojas de vidrio, detrás de las cuales un puñado de chavales jóvenes atienden mecánicamente al público.

Me fijo entonces en un grupo de adolescentes que entran en un portal. Llevan la falda del uniforme remangada bajo el niki, convirtiéndola en más (o menos) que mini. Parecen intercambiar opiniones sobre gravísimos asuntos de importancia capital, entre “tía, qué fuerte” y “te lo juro, ¿no?” Por la siguiente esquina asoman ahora unos chavales de edad parecida. No puedo apreciar bien la expresión de sus caras porque algo que se supone que es un cuidado corte y peinado en el mejor de los casos se la oculta, cuando no mueven a la lástima. Intento entonces coger al vuelo alguna frase que me revele por dónde van sus inquietudes, pero parece que los extraterrestres les han implantado unos extraños aparatos en la boca que les hace hablar idiomas alienígenas.

Busco con la mirada chavales más pequeños, de menos de diez años. Veo muy pocos. Uno sigue apresuradamente a su madre de compras. Otro carga mochila y carpeta, y entra corriendo en un portal mirando el móvil. Otros dos andan apresuradamente, uno junto a otro, en la misma dirección, pero sin mirarse el uno al otro. El tecleo en sus blackberrys no les deja tiempo para ello.

Entonces, cuando estoy llegando a mi destino, pienso en lo que falta allí. Al fondo se alzan los árboles del parque. Entonces me paro, respiro hondo y sigo buscando. No encuentro. Cierro los ojos y entonces me veo, con 9 ó 10 años, quedando con mi amigo Miguel, al que hace más de 30 años que no he vuelto a ver, en el kiosko bajo la casa de sus tíos ¿o eran abuelos? para, cada día, correr juntos al parque, encontrarnos con amigos que lo eran desde ese momento, hacernos una colección de heridas que curábamos en una fuente o con saliva, correr por las calles persiguiéndonos y, en alguna ocasión, rodando por el suelo y recibiendo la queja de algún viejo cuarentón al que casi arrollábamos.

Y entonces, en medio de la calle, me pongo a reír. Y siento como mía la risa de aquellos niños que hace ya casi una hora jugaban allí, en aquella acera, junto a la que otros niños pasan deprisa, corriendo, y engañados, creyendo que en sus aires de importancia, en sus braquets, en sus móviles y en su falsa madurez hay algo mejor que en rodar por el suelo que ellos ven sucio.

Ad Maiorem Dei Gloriam (rezando en voz alta)

Se hace difícil, Señor. Mucho. Se hinca uno aquí, de rodillas, y entonces piensa… en qué decirte, en qué pedirte. No siempre es fácil de entender, y de aceptar. El primer impulso es pedirte que sane. Que salga adelante. Y entonces pienso en lo que me cuentan. Que está muy mal, que se apaga por horas, que es cuestión de, como mucho, días. Y entonces pienso en que si es Tu Voluntad, ese no sería problema, y que, puestos a pedir siempre lo que convenga a Tu Gloria, ¿acaso no sería un milagro evidente que proclamar?

Luego recuerdo lo último que me dicen. Que en un momento de lucidez, ya escasos, llamó a su marido y le dijo que, aunque intentaran contarle otras cosas, ella sabe muy bien que se muere. Y entonces, mirándole a los ojos, no lloró, no se asustó y no buscó consuelo, sino que fue ella quien lo ofreció: No tengo miedo. Estoy preparada. Estad tranquilos. Entonces pienso en que posiblemente no pueda pedir nada mejor para ella, porque ya es ella, con el sacerdote que le ayudó, quien se ha preocupado de ello.

Y sigo pensando en qué pedirte al respecto. Y vuelvo a la base de toda petición: Lo que más convenga a Tu Gloria, Señor. Así que mi ruego es éste: Que su marido y sus hijos sepan llenar el vacío de llega a su casa con la tranquilidad de que se encamina al juicio con los deberes hechos. Que sus padres vuelvan sus ojos a Ti por segunda vez para superar este contranatura que es enterrar a un hijo. Y que sus hermanos y sobrinos entiendan su entereza y preparación como un regalo y un ejemplo que les sirva de consuelo. Y a los demás… que sepamos acompañarles.

Y que todo ello, Señor, sea para mayor gloria tuya.

Y a vosotros que me leéis… echadme una mano en la petición, ¿vale?

¡Viva!

(Edito: Está claro que había interpretado mal a LFU, porque yo entendí que se refería a la izquierda española y él se refiere a la izquierda francesa. En cualquier caso mi opinión es la misma, y además acentuada porque como digo, en los actos de Hollande sí preside la bandera francesa).

Escribe LFU sobre la presencia de la bandera tricolor en los actos de todos los partidos franceses durante las últimas campañas y lo compara con la ausencia de la bandera nacional en actos similares en España. Yerra, a mi entender, cuando incide en la sustitución de la misma por cualquier trapo (arcoíris, morado…) en actos de la izquierda pero disculpa a la derecha. Es cierto que en los actos convocados por la izquierda aparecen trapos de todos los colores y chusmas, pero es falso que la derecha esté orgullosa de la bandera.

En los comentarios a su entrada le pregunto por la presencia de la bandera española en la escenificación de los actos de partido de los peperos. No existe. En cambio, sí corren a poner la autonómica correspondiente por todos lados en las delegaciones regionales. Pero a mí de los mítines políticos franceses (y de otros países) hay algo que me duele más (por la comparación) que la presencia orgullosa de sus banderas independientemente del signo político del convocante. Y son las despedidas. En la intervención de François Holland tras ganar las elecciones, su discurso terminó como termina habitualmente un discurso de cualquier político de casi cualquier partido de casi cualquier país. Terminaba Hollande con un «Vive La Republique! Vive La France!»

¿Se imaginan ustedes a algún político, el que ustedes quieran, del pepé, dirigiéndose a la Nación y terminando con el grito de «¡Viva el Rey! ¡Viva España!»? Simplemente con el «¡Viva España!» Sí, sí, háganme la broma que quieran con el lastimoso «…vivaspaña…» de la Chacón, pero díganme un pepero de mediana importancia (con alcalde de ciudad de 20.000 habitantes casi me conformo) que haya terminado una intervención pública de su partido con un ¡Viva España!

Y es que al fin y al cabo, quizá sea mejor. Porque igual se quedaba solo sin nadie que le contestara como se debe. Teniendo en cuenta que su público serían peperos que tendrían que analizar la conveniencia y en su caso necesidad del grito, en función de la situación heredada…

Gilles, 30 años

Navegando por ahí he visto que hoy se cumplen 30 años. Y me ha venido a la mente la escena de aquella tarde, sentado junto a mi padre, delante de la tele, viendo desintegrarse su Ferrari y esforzándome por no llorar delante de todos. Tuve la inmensa suerte de ver en directo la que fue su última victoria, cuando ese era un deporte de hombres bravos. Y, cosas del destino, también estuve presente cuando su hijo consiguió un campeonato que a él le robó la pista.

Zolder, 8 de mayo de 1982. El día en que el 27 se volvió un número eterno.

Felicidades, hija

5 de mayo de 2012.

Como una blanca azucena…

Felicidades, hija.

2 de Mayo

Siempre leales a la memoria de los Héroes.

A producir

Hace unos días le decía a mi santa y a amigos: O empezamos a producir de verdad o esto no tiene remedio. Y cuando digo producir digo producir, no lo que los capullos modernos llaman producir. Hay que coger materias primas y transformarlas en productos de valor añadido. Y a exportarlos. Y si no, aprendamos rápido a servir paella a los jubilados del norte porque no hay otra.

Ayer, en TVE, contaban como gran descubrimiento y conclusión de súper expertos que la recuperación económica podría pasar por la recuperación de la industria manufacturera.

La cuestión no es que coincidamos. la cuestión es que en TVE añadían sobre dicha industria «que se ha ido perdiendo en las últimas décadas».

¿Cómo? ¿Se ha ido perdiendo? ¿Así, como las llaves? ¡¡¡No!!! Se ha ido desmantelando, en un plan perfectamente diseñado y perfectamente denunciado por algunos agoreros que dijimos que nos iban a convertir en camareros.

Pero los que ahora dicen con tristeza que «se ha perdido» eran los que alentaban el desmantelamiento para «ser competitivos en servicios». La gran modernización de nuestra economía, decían entonces.

Tenemos lo que hemos ido labrando. Paso a paso. Sólo espero que los que lo alentaron lo disfruten tanto como los que no. Por lo menos.