Ocurrió hará un par de años. Quizá algo más. Llamaron a la puerta. Al otro lado de la cancela un hombre me saludaba atentamente y me pedía que le dedicara un minuto. Su aspecto no destacaba por nada en concreto. De edad difícil de determinar, posiblemente más cercano a los 60 que a los 50, la indumentaria sencilla y correcta, las manos anchas y marcadas por años de trabajo con ellas.
Normalmente cuando alguien viene de esa manera lo hace intentando venderme algo, o pidiendo. La cancela sirve en esos casos de frontera, de línea divisoria. Le miré a los ojos y en ellos no había intención de molestar. Usted dirá, le dije mientras abría el cancel y le recibía cara a cara. En un primer momento, su cara dejó entrever un alivio, quizá una celebración de no encontrarse la puerta cerrada en las narices, como quizá le había ocurrido en varias casas antes de llegar a la mía. Entonces abrió la boca mientras alzaba el rostro, seguro de sí, mirándome a los ojos. Apenas le salió una frase, algo del tipo usted disculpe, mire usted lo que me ocurre. Sus ojos se oscurecieron y buscaron sus manos, que se reliaban sin saber muy bien qué hacer. Su voz dejó de sonar segura para alargar las palabras que buscaban una explicación que sus gestos ya me daban. Su aplomo y presencia se habían esfumado en apenas dos segundos.
Con la voz entrecortada y los ojos a punto de deshacerse en lágrimas me contó que sentía mucha vergüenza, pero que se veía obligado a pedir porque no podía hacer frente a sus deudas. Por cosas sueltas que me dijo, le entendí que tras una primera racha de dificultades, había acudido a una conocida financiera de Sevilla. Él se refirió al dueño de la misma, momento en el que apretó los dientes mientras por fin dos lágrimas caían sobre su rostro. Sus labios se movieron sin emitir sonido y su vista se perdió en el infinito bajo un ceño fruncido. Era lo más parecido a una maldición. Ahora esa financiera -ese chupasangre, dijo él volviéndose a referir al conocido dueño- reclamaba el pago de lo prestado y de las leoninas condiciones. Y él se tragaba su orgullo y su vergüenza para que su familia no se quedara en la calle. Le dí unos euros, pocos. Estreché su mano y, sujetando con la izquierda su hombro, le deseé suerte con sinceridad. Él apenas pudo articular un gracias mientras bajaba más la cabeza y buscaba el refugio de la esquina. Sin duda la mísera ayuda que yo le ofrecí no pagaban ni de lejos su mal rato. Se marchó al fin, y yo me quedé con una sensación de rabia, de lástima y de impotencia.
Mi primer pensamiento rozó el reproche a aquel pobre hombre. Ya deberías saber que los usureros reclaman sus pagos. Pero bien que cogiste el dinero que te dió en su día, insensato. Luego me reprendí a mí mismo, por juzgar los males de los otros, además desconociendo del todo su situación. Intenté entonces dibujarme un retrato del desconocido. Lo imaginé trabajando duro durante muchos años, sacando a duras penas a los suyos adelante. Y lo supuse en los años del boom, viendo cómo por primera vez en su vida los fines de mes llegaban sin apuros, sin estrecheces y sin miedos. Y entonces quizás pensó que era momento de disfrutar de lo conseguido y de meterse en gastos, y de ponerle el piso al niño, o de darle unos estudios a la niña, o de llevar a la parienta a ver mundo. Y allí estaba el del banco, poniéndole por delante todos los papeles que quisiera, sólo para firmarlos.
Siguió la fiesta, y el horizonte era prometedor. Así que pensó en establecerse por su cuenta. Montar una oficina, rotular un furgón… Y se lo comentó al del banco. No faltaba más, le dijo. Firme, firme usted aquí y le ampliamos la hipoteca. Las dos. O las tres. Se las refinanciamos, le dijo.
Pasado algún tiempo, aquello fue perdiendo presión, y aunque seguía saliendo trabajo, los perros ya se ataban con sogas y dejábamos las longanizas para los dueños. Y las cuentas empezaron a no salir. O a salir, pero cada vez más justitas. Y quise imaginar a aquel desconocido pensando en que después de tanto crecer, aquello tenía que ser nada más que un pequeño respiro, que en cuestión de meses volvería a moverse todo. Pero con varios proyectos en marcha, le empezaba a faltar liquidez. Así que fue a ver al del banco, que le recibió con la sonrisa de siempre… pero sin ponerle delante más que excusas, mire usted, desde arriba nos dicen que no podemos pasar de ciertos porcentajes y la verdad es que usted está ya muy por encima de ellos… Si acaso cuando saldemos una de las hipotecas… sí, la de 35 años…
Así que, abandonando toda prudencia y sensatez, hizo caso al consejo que un mal día le diera algún conocido, o tal vez se dejó engatusar por los anuncios de crédito fácil que en la prensa y radio locales asomaban a diario. Y allí que se presentó. Buenas tardes, mire, yo tengo unos negocios que andan muy bien pero estoy esperando unos pagos y necesito liquidez, así que estoy intentando refinanciar mi deuda y…¿avales? Hombre, tengo mi negocio, el coche, la casa, el piso del niño, la oficina, el furgón…
Y firmó. Y cogió el dinero que le iba a mantener como un empresario de éxito. Y dejó como aval su coche, su casa, la del niño y quién sabe qué más. El resto de la historia que yo mismo me construí ya la suponen.
Y así hasta levantarse cada mañana para paterse las calles, puerta por puerta, muerto de tristeza y de vergüenza, pidiendo una ayuda que le haga ganar unos días más. Mientras el chupasangre ya hace planes sobre qué hará con su casa, con su coche, con el piso del niño y, si se tercia, con la niña.
Imaginé al desconocido maldiciendo cada momento de su vida aquel error, cuando los apuros asomaron en el horizonte y su decisión fue acudir al chupasangre a pedir más dinero en lugar de liquidar lo que pudiera y no engordar más la pelota.
Y ahora… ¿Saben porqué les cuento esto? Como dije al principio, esto ocurrió hará un par de años. Posiblemente alguno más. Tengo grabado a fuego la expresión de rabia de su rostro cuando nombró al chupasangre. Y dudo que olvide en mucho tiempo aquellas dos, sólo dos, nada menos que dos lágrimas que en ese momento cayeron por sus mejillas. Alguna vez he pensado en recordarlo aquí, en voz alta, sólo para soltar uno de esos fantasmas que guardamos en nuestro interior. Pero nunca lo hice. Hasta ahora.
Aquellas lágrimas me vinieron a la punta de los dedos la semana pasada. Concretamente cuando oí al Presidente del Gobierno decir, tan solemne él, que la prioridad absoluta e inaplazable es refinanciar la deuda. No saldarla. No salir de ella. No. Refinanciarla y seguir p’alante. Pedir más para intentar ir pagando lo que ya debemos.
Al menos aquel hombre iba intentando tapar su herida aunque fuera con jirones de su orgullo y vergüenza. Este, en cambio, como todos los de su casta y ralea, va de puerta en puerta diciendo que le den más, que lo va a devolver. Con un par.
O mejor, que ya se lo devolveremos nosotros. O nuestros nietos.