Profesionalmente lo he vivido varias veces. Después de meses y meses avisando de que determinada aplicación informática es no sólo mejorable sino que debería ser rediseñada por completo, salta la incidencia. Algo se ha caído y nos encontramos sin tiempo de reacción. Las liquidaciones de miles de cuentas de ahorro, por ejemplo, han salido erróneas porque no se contempló determinado factor que el proceso no tiene en cuenta que cambió ayer mismo. Suenan todos los teléfonos, se encienden todas las alarmas y todos los jefes te piden explicaciones y plazo de reparación de la incidencia. «Lo que necesites, me llamas al móvil», nos dicen. «Cualquier autorización que os haga falta la tenéis».
Ya. Hay que arreglarlo ya.
Y te dejas los cuernos, y punteas en segundos miles de registros, cuadrando a ojo en tus pruebas e intuyendo, más que viendo, que con tus parches el sistema toma los datos correctos y al pensionista del 3º B ya no se le carga la comisión de 4 euros, sino la que le corresponde de 1,50. Mientras intentas asegurarte de que todo está bien, de que no se te olvida ningún cabo suelto, de que has parcheado primero y reproducido después a mano y por tus propios medios el proceso que normalmente se hace automáticamente y que tú no montaste, el teléfono no para de sonar.
«¿Qué, cómo vamos?» «¿Estará antes de las 10?» «Están llamando algunos clientes a la oficina telefónica, y a unos cuantos ya se les ha arreglado a mano la liquidación».
¿A mano? Entonces te cagas en todo lo cagable, ya que ahora tienes trabajo doble: Hacer la liquidación nueva y a la vez puntear las que se han hecho a mano para esas no tocarlas. Ring ring. Puto teléfono. ¡Que estoy en ello, joder!. Unas agotadoras horas después el pulso empieza a normalizarse, ya nadie llama, las cuentas están reliquidadas y nadie protesta. Tampoco te llama ninguno de los que hace un rato te ofrecían lo que quisieras para agradecerte el esfuerzo. Tu mujer te manda un SMS «¿Te queda mucho? Ya he acostado a los niños». Nadie más se acuerda de ti.
Tú sí. Tu te acuerdas de muchos familiares de mucha gente.
La mañana siguiente reina un comentario: «¿Qué liaste ayer? Vaya tela la que montaste, ¿No?» Las tres primeras veces haces el intento de explicar que no es culpa tuya, que el sistema estaba mal montado desde el principio, que tú lo heredaste y que llevas años diciendo que hay que cambiarlo. «Sí, sí». A la cuarta te comes lo que te echen. O eso o mandas al carajo al personal.
Al rato aparece el jefazo. Primero te pregunta si todo, absolutamente todo, está en funcionamiento. Luego te pide explicaciones. Y ahí estás tú, explicándole las deficiencias del sistema, insistiendo en la necesidad de rediseñarlo, exponiendo uno por uno los puntos críticos que sólo se sostienen por la inercia pero que van creando a su alrededor más y más incidencias menores. Menores si se miran aisladas, pero que juntas forman un grave problema. Y como colofón final le expones que todo eso es tu opinión, fruto de la experiencia, y que te comprometes a colaborar para montar un sistema nuevo, eficaz y limpio, pero que al fin y al cabo tú no eres más que un «recurso», personal externo, carne de cañón, que estás ahí para comerte los marrones pero que ni pinchas ni cortas a la hora de tomar decisiones importantes…
Y el jefe, que mientras tú soltabas tu análisis iba consultando su agenda y los mensajes recibidos en su blackberry con un «claro, claro, sí, sí» que evidencian que le importa un carajo tu análisis, tu lamento por el follón creado y tu aviso de que esto volverá a pasar más pronto que tarde, de repente te corta en seco, te pone una mano en el hombro y te dice: «No seas tan fatalista, hombre, que esto está como tiene que estar, y si vuelve a pasar algo, pues ya lo arreglamos entre todos». Da media vuelta, y se pira. Ahí te quedas, pringao, le faltó decir.
Pues eso. Que «ya si eso lo arreglamos entre todos». Punto o-erre-gé. Con toas tus muelas.