Desde hace mucho quiero escribir sobre el matrimonio. Hace unos días estuve a punto de hacerlo, a cuenta del comentario que una amiga de mi santa le hacía en el caralibro relativo a la entrada “Arcadia educativa”. En dicho comentario, R. se centraba en la cuestión de las denuncias y fraudes relativos a las solicitudes de plaza en colegios concertados (porque es donde hay más demanda que oferta, no porque los padres de alumnos de la concertada sean defraudadores y los de la pública angelicales), y hablaba, como el colmo del punto al que se llega, del matrimonio, diciendo: “conozco casos en los que hasta se han divorciado para tener más puntos…yo flipo con esto de los coles y la de fraudes que hay”.
Bien. Efectivamente eso ocurre. Separaciones y divorcios realizados de mutuo acuerdo, que esconden un mantenimiento de la convivencia familiar, y que tienen el único objetivo de obtener puntos adicionales. Y digo yo ¿es esto algo para “flipar”? ¿Podemos entender actitudes como esta como el colmo de los colmos?
Cuando estaba a punto de casarme, caí en una cuestión en la que no había pensado hasta entonces, que es la obtención del libro de familia en el registro con el simple hecho de la presentación de un papel firmado por los novios y… por el cura que oficia el matrimonio. Supe entonces que en Francia, por ejemplo, no ocurre así, y la gente se casa “dos veces”, una por lo civil y otra por la Iglesia. Tentado estuve de no presentar el certificado de marras, al menos hasta que no analizara la cuestión. Evidentemente yo no me había planteado casarme o no en función de ventajas o desventajas administrativas o fiscales, y a mí la celebración que me valía (y vale), que me importaba (e importa) y servía (y sirve) era la que realizamos ante el altar con la bendición de Don Antonio. Lo otro era absolutamente secundario.
El caso es que no era cuestión de investigar, y una amiga se encargó de llevar el papelito al juzgado y obtener así nuestro libro de familia.
En más de una ocasión, cuando se ha hablado de algún divorcio, mi pregunta suele ser si estaban casados por la iglesia o por el juzgado, lo cual suelo hacerlo de manera que a quien sea menester, le pinche: “¿pero están casados de verdad o en el juzgado?”. Jamás he asistido a una boda civil ni pienso hacerlo, ya que lo encuentro tan absurdo como asistir a la celebración de la firma de una hipoteca o de una matrícula escolar. De hecho, estos dos ejemplos me parecen mucho más vinculantes para los contrayentes que el casamiento civil, por lo que en un momento dado, sería más fácil que yo acudiera a tal festejo. Es más, en muchas ocasiones me planteo si declinar invitaciones a bodas canónicas de contrayentes que evidentemente lo hacen por folclore o presión familiar, y si no lo he hecho ha sido por no erigirme en juez de aquello que, aunque intuya, no pueda conocer.
Esta, evidentemente, es mi posición, particular y no sé si intransferible. Y tengo por seguro que una infinita mayoría de la gente no sólo no la comparte sino que la rechaza de plano. Perfecto, es algo con lo que cuento y en ello me honro. Para una gran mayoría, el discurso dominante de la evolución de los tiempos, del amor que pasa y se va y es mejor no forzarlo y demás gilipolleces (sí, vale, es su opinión y me pide respeto, pero es que la mía es que eso es una gilipollez, oiga, respétela igualmente). El caso es que, el que compre ese discurso dominante del que hablaba, hombre, que no me de la brasa con escándalos y fraudes.
Porque ¿qué quedamos entonces que es el matrimonio? ¿Algo trascendente, un compromiso que adquirimos voluntariamente pero que con él nos obligamos más allá de tiempos y voluntades? ¿O un acuerdo “de dos personas adultas que en un momento deciden que su relación debe inscribirse de tal manera aceptando que en el futuro, si todo cambia, somos adultos para seguir cada uno por nuestro lado”?
Es que, mire usted, ¿A usted le parece normal, moderno y aceptable que el matrimonio civil haya quedado reducido a un acuerdo fiscal transitorio que puedo romper cuando “cese la química” o, por decirlo de otro modo, descubra que la vecina me tira más? ¿Pero a cambio le parece anormal que alguien cambie esa formalidad legal por el bien de sus hijos?
No, no es una reducción al absurdo. El absurdo está desde el inicio, desde la degeneración (degenerar: Decaer, desdecir, declinar, no corresponder a su primera calidad o a su primitivo valor o estado) del matrimonio en ese engendro (engendro: Plan, designio u obra intelectual mal concebidos) legal.
Para demostrar lo absurdo de la situación, expongamos el caso contrario: También conozco casos de familias numerosas, unidas y (al menos aparentemente) felices, que un buen día te dicen “no, si nosotros no estamos casados”, y ante mi sorpresa, explican “es que por madre soltera tengo puntos adicionales, mejores condiciones de acceso a las becas…” E igualmente parejas que conviven como matrimonios (son fieles, con vocación de permanencia y tienen hijos en común) que no se plantearon ventajas o inconvenientes… simplemente “nos queremos y eso no necesita papeles”.
Bien. Ahora pregunto si aquellos que pueden escandalizarse porque matrimonios soliciten la separación o divorcio civil para obtener tal o cual ventaja administrativa, condena como fraude que sí obtengan esas ventajas los que viven sin matrimonio de estos otros ejemplos. A ver. ¿Alguien da el paso adelante? ¿Nadie? A la una, a las dos…
Todas estas cosas y muchas más me rondaban para escribir sobre el matrimonio civil… y en estas salió el Tribunal Constitucional a decir que la constitución no dice lo que dice en el artículo 37 porque éste hay que interpretarlo de acuerdo a los tiempos (en un atentado al derecho acojonante). Y se desata una campaña de denuncia pidiendo que, ante tamaño disparate, los que sí hemos contraído verdadero matrimonio no debemos estar catalogados de igual manera que los señores de Zerolo.
Antes de continuar: Sí, he dicho verdadero matrimonio, saque usted la derivada correspondiente.
El caso es que me parece bien esa reclamación… aunque también me parece tardía. Efectivamente, yo no quiero que mi familia quede catalogada en el mismo apartado que uniones contra natura (sí, he dicho contra natura, no se moleste en increparme por ello porque lo volveré a hacer). Pero es que además tampoco quiero que quede catalogada en el mismo capítulo que un contrato o acuerdo civil reversible a voluntad en función de los apetitos del momento o de sus ventajas o desventajas fiscales o administrativas.
Y así llegamos al punto inicial: No, no me causa escándalo que la gente haga usos interesados de eso llamado matrimonio civil, por el simple hecho de son precisamente los que defienden ese matrimonio como “único y verdadero” los que lo han convertido en un pestilente trapo mojado, en algo menos importante y vinculante no ya que la firma de una hipoteca, sino de un simple contrato de telefonía. Así que sigan ustedes pisoteándolo, pero no me toquen los huevos rasgándose las vestiduras cuando alguien se ríe de su invento.
El matrimonio es la manera que tiene la comunidad (civil o religiosa) desde tiempos ancestrales de reconocer un proyecto de vida en común, que obligaba a cada una de las partes para con la otra y para con los futuros miembros de la familia, los hijos, que además eran la consecuencia natural de dicho matrimonio. Todo lo que no sea eso, es una milonga. Y desde hace poco, además, una mariconada.
Yo sí estoy casado. Mi mujer y yo sí formamos un matrimonio, como otras miles y millones de familias. Pero hay otros que, diga lo que diga el registro, la ley, los jueces, los tribunales o la madre que los parió, NO.