En demasiadas ocasiones he dejado sin escribir entradas que me apetecían mucho. Sobre el matrimonio, muchas. Sobre el placer que se oculta en una tarde entregada a ayudar en los estudios de los hijos, sin poder dedicarla a aquello que un día pensamos que haríamos cuando la tropa fuera creciendo, varias. Sobre el poder regenerativo de un bebé abrazado al pecho que consigue eliminar nuestra lista de tareas haciendo que mantener esa postura sea la prioridad absoluta, también varias.
Esas faltas, en la mayoría de los casos, venían provocadas por la falta de tiempo, por las prisas, por la saturación de cosas pendientes que me hacen escribir mucho menos de lo que quisiera, y además hacen que no me siente a empezar un tema profundo porque prefiero no escribir de algo a quedarme a medias.
Pero hay otras, bastantes, en las que el cuerpo me pide escribir como reivindicación del matrimonio y de la familia, y de la grandeza de tener niños en casa, y de reivindicación de la entrega, fidelidad e indisolubilidad del matrimonio. Una denuncia del modelo imperante de la pareja siempre adolescente, siempre fijada en el disfrute del momento, siempre orientada a la comodidad, en defensa de la verdadera naturaleza de la familia, del, en resumen, sabio dicho «contigo, pan y cebolla».
Y cuando busco el hueco, acomodo a las musas y me dispongo a teclear desnudando mis sentimientos y mostrando al mundo que mi felicidad consiste en abrazar a mi esposa y besarle la frente cuando las fuerzas ya no me dan para más, o que después de llegar harto de todo a casa me sumerjo durante más de una hora en el estudio profundo de este o aquel tema de naturales de 1º de la ESO, alternado con corregir ejercicios de matemáticas de 4º de Primaria, aliñado con un cambio de pañales y tirarme al suelo a fingir que las piezas de Lego forman un animal que nos ataca y lo que para otros sería una pesadilla para mí supone mi verdadera vocación a la que no puedo entregarme tanto como quisiera… cuando voy a contarle al mundo esto, o la emoción que tengo que esconder cuando susurro a una preadolescente lo que puede encontrarse ahí fuera e intento guiarle sobre cómo enfrentarlo, o el placer que encierra un charco de baba en el pecho cuando un niño pequeño se queda dormido en brazos, o tantas otras cosas, encuentro entonces que la preadolescente ejerce de tal y me recibe con una sucesión de desplantes, o que el pequeño juguetón se ha transformado en una rabieta con patas que no para de chillar, de tirar cosas y de pegarle a sus hermanas, o que los deberes de primaria que se podrían hacer en una o dos horas se eternizan mientras se miran las musarañas, o que el refugio buscado en los brazos de mi esposa se transforman, por las circunstancias vividas, en un reproche o en una actuación en todo contrario a lo que uno esperaba.
Y si llego a sentarme ante el teclado pienso que no es entonces cuando pueda escribir nada sobre algo a reivindicar, cuando lo que siento en ese momento es que me ataca los nervios. Y aquellas musas recogen sus bártulos y se marchan, y aquellos sentimientos vuelven a abrigarse y la entrada no llega a escribirse.
El que una vez se diera esa circunstancia no me llamó la atención. El que se repitiera en varias ocasiones me hizo pensar en la mala suerte que me dejaba sin escribir aquello que realmente quería gritar al mundo. En la última ocasión, al fin, una de las musas se quedó conmigo, me sacudió con fuerza y me espetó: «Pero so pedazo de trozo, ¿Es que todavía no nos entiendes, después de que te lo dejamos todo hecho?».
Y por fin lo entendí. Entendí que es absurdo el propagar las bondades del contigo pan y cebolla en un remanso de florecillas y mariposas. Y que para los buenos ratos ya hay voluntarios a patadas. Y que la reivindicación de la vigencia del amor de los esposos más allá del enamoramiento juvenil y de los días de vino y rosas debe hacerse desde la trinchera de los momentos oscuros que se reivindican. Y que jugar con los legos no tiene mérito si no se reciben en un ojo después de una noche de toses y llantos. Y que decirle a alguien lo que debería hacer está bien, pero está mejor acompañar el deseo de crecimiento desde el sufrimiento del aparente desapego adolescente.
Y es que en realidad es todo eso lo que yo quería reivindicar. Ante las familias que se deshacen porque «lo nuestro se ha convertido otra cosa, ya no es como antes», que entiendan que es la misma vida la que ya no es como antes… afortunadamente. Para las parejas que se abandonan porque «echan de menos la marcha y la diversión de antes», que entiendan que la marcha y la diversión son partes de una etapa de la vida. Para aquellos que se quejan de que «con niños ya no es lo mismo»… ¿qué esperaban? ¡Claro que no es lo mismo! Para aquellos del «buf… un hermanito… con las preocupaciones que eso conlleva», sacudirles el cuajo con fuerza para preguntárles qué vida es esa en la que no hay preocupaciones. Para aquellos, en fin, del «es que no me entiende», una duda: ¿y tú, intentas entenderle?
En suma, entendí que si quiero hablar de las bondades y bendiciones de la familia, es desde el pan y la cebolla desde donde mejor puedo hacerlo.
Ahora sólo me falta encontrar tiempo. Muchas horas han pasado desde que empecé esta entrada hasta ahora, que quiero concluir. Ratos sueltos, tiempos muertos, esperas…
No he querido dejarla pasar. La ocasión de al menos fijar una postura, dar mi acuse de recibo. Espero volver al tema y hacerlo de manera pausada y extensa. Será en otro rato suelto, en otra espera. Hasta entonces, si esta tarde vuelvo a encontrar un desplante, un berrinche, una desobediencia o una mala cara, daré gracias a Dios por que ese desplante, ese berrinche, esa desobediencia y esa mala cara son mi vida. Aquello a lo que nunca renunciaría en mi vida.