No sé si ya no me gusta porque creo que ya no valgo para esto, o si es que creo que no valgo para esto porque ya no me gusta.
No, no es lo mismo. Ni mucho menos.
No sé si ya no me gusta porque creo que ya no valgo para esto, o si es que creo que no valgo para esto porque ya no me gusta.
No, no es lo mismo. Ni mucho menos.
Hace unos días me llegaba un correo electrónico de Hazte Oír en el que su presidente Ignacio Arsuaga (en muy bajas horas, al igual que su sectario grupo del que en su día fui orgulloso -y modesto- colaborador) nos insta a pedir la retirada de la asignatura Educación para la Ciudadanía del currículo escolar basándose en las al parecer escandalosas aseveraciones que la Abogacía del Estado hace en su apelación al Tribunal Constitucional por el caso de la familia castellana objetora.[1] [2] [3]
He escrito en varias ocasiones sobre la dichosa asignatura y cada día que pasa estoy más convencido de mi evolución en ese sentido, abandonando la objeción para pasar a la desobediencia y a la insumisión: [1] [2] [3] [4] [5] [6].
Parejo a ello, mi creciente desprecio hacia el borreguismo inconsecuente y la politización infecta del asunto, plasmada en un hecho lamentable: El colegio de mis hijas está en un distrito escolar de aplastante mayoría electoral pepera. Entre las gentes «de orden» que por allí abundan es fácil oír quejas y vehementes críticas a las políticas del gobierno en general y a la educativa en particular. Resultado: La mía, única familia en todos los colegios de la zona -públicos y concertados- que se ha negado a cursar EpC.
Volviendo al principio. Leo por encima la alerta de HO y no puedo dejar de sonreírme. Nachete se escandaliza porque el Estado afirma que lo propio de la democracia es el relativismo y por tanto es plenamente democrático formar en ese pensamiento a los alumnos. Desde luego, la alerta cita extractos que a mí me parecen inaceptables para quien diseña la educación de mis hijos:
– «La libertad ideológica del menor no puede quedar abandonada a lo que puedan decidir quienes tienen atribuida su guarda y custodia o su patria potestad».
– «No sabemos a ciencia cierta hasta qué punto los padres actúan en defensa de unas convicciones que la menor comparte o rechaza».
– «Difícil parece otorgar a los padres el amparo que piden cuando se ha desconsiderado la libertad ideológica de la menor».
Ciertamente totalitarios ¿verdad? Pero es que la alerta sigue citando:
– «La concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo».
– «La democracia no tiene que pedir perdón por ser un régimen esencialmente relativista, sanamente relativista».
Y culmina Nachete citando, escandalizado:
«La educación no es solo transmisión de conocimientos sino formación de las emociones y sentimientos. No es tanto la persuasión intelectual cuando el compromiso emocional lo que crea el hábito de la virtud pública. El pleno desarrollo de la personalidad incluye también la educación de los sentimientos y emociones, pues sin ella fracasaría la transmisión y puesta en práctica de valores que favorezcan la libertad personal, la responsabilidad, la ciudadanía democrática, la solidaridad, la tolerancia, la igualdad, el respeto y la justicia».
Y este último párrafo, que a estos de la «sociedad civil» causa escándalo es, o entiendo que debe ser, impecable e inapelable para alguien que crea en eso de «la ciudadanía democrática» o gilipolleces del tipo «valores constitucionales» tantas veces por ellos defendidas. Porque al final de lo que se trata es de los valores en los que hay que educar a los hijos. Y si se renuncia a que los valores en los que hay que educar son valores morales superiores e inmutables y admitimos que son esa majadería de «valores constitucionales», o «fruto del consenso», pues no nos quejemos de que de manera consensuada (que rima con Arsuaga) nos la cuelen hasta donde dice Toledo.
Así que, sí, retirada de EpC del currículo cuanto antes. Pero por su maldad, no por su incoherencia, que en el marco en el que algunos nos quieren retratar, encaja perfectamente.
Y entre que la retiran o no, ni objeción, ni recurso, ni jueces ni leches: No vamos a entrar.
Y punto.
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Tú, Señor, que concediste a San Gonzalo de Amarante el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.
Felicidades a mi padre, a mi hijo y a mi primo (doblemente), extensivas a todos los tocayos que celebren hoy su onomástica… y tómense ustedes algo.
Hay que ir terminando, que el tema no es ni de lejos tan importante como para darle tanta bola. Pero no quiero abandonarlo sin dedicarle lo suyo a la Pajín. Esta tipa -que merecerá nuevas entradas merced a su nuevo proyecto totalitario– animaba con fruición a que los ciudadanos -siempre ciudadanos, nunca personas- «informaran a las autoridades» ante cualquier incumplimiento de la Ley Antitabaco. Es decir, animaba a la delación, siempre por el bien de la convivencia democrática y el Estado de Derecho.
La mayoría de las críticas a la Excelentísima Señora Menestra se centran en ese ansia por convertir a la gente en comisarios de sus desmanes. Evidentemente tiene un componente innegable, inherente a la totalidad de la Ley, de maniobra de despiste: Preocupémonos de enfrentar a la tropa, no vaya a ser que se unan y se enfrenten a los sátrapas y se les acabe la mamandurria. Que para eso nos ponemos todos tan serios y rutilantes, para mantener a la chusma distraída.
Todo eso es cierto, y es motivo de justa crítica a la Ley Antitabaco en general y a la Pajín en particular, pero es todavía más sangrante cuando lo observamos de manera comparada.
Esta pájara, su antecesora en el cargo y su hoy Secretaria de Estado de Igual-da, son las que ante las denuncias de infracciones graves y flagrantes cometidas por centros exterminadores en los que se asesinaban niños a 3.000 euritos el homicidio decidieron que había que cambiar la ley porque no se podía vivir con una inseguridad jurídica tal, que uno viniera, te denunciara por hacer algo ilegal y el pobrecito asesino tuviera que sufrir una sanción. Acabar con la inseguridad jurídica, dijeron. Ante la denuncia de un homicidio, cambio de ley para proteger al homicida. Ante un pitillito pasando frente a un colegio, ánimos a la denuncia y a la sanción del despistado fumador.
¿Mezclo churras y merinas? No, simplemente expongo el cambiante criterio y celo en el cumplimiento de la ley de las mismas hijas de puta Excelentísimas Señoras Ministras y Secretaria de Estado ante el derecho a matar a un inocente o la inaceptable infracción de echar un pitillito.
Pero comparemos más cosas. De aquellos dispuestos a secundar el llamamiento de la denuncia anónima ante el agente comprado a tal efecto por el poder, ¿cuántos de ellos han obrado igual ante otras infracciones?
Vamos a ver si terminamos de resultar antipáticos: En este país de listillos y vividores que disfrutamos, ¿quién no conoce a alguien que haya, digamos, cambiado algunos detalles en un parte al seguro para que le cubriera una garantía exenta? ¿Quién no sabe de algún vecino que cambió una etiqueta de precios en un comercio y se llevó por 2 lo que valía 10? ¿Quién jamás oyó hablar de quien contó la vuelta recibida del cajero del súper, comprobó que le había devuelto un billete de más, y guardó y calló? ¿Quién no ha coincidido con alguien que completaba su sueldo con un sobre sobre el que no declaraba nada a «esa que somos todos»? Y por supuesto, nadie, en toda nuestra vida, ha sabido de un pariente que, ante el presupuesto de la reforma, haya dicho «¿y si lo hacemos sin iva?». Y si algún día un amigo nuestro cogiera el coche después de haber bebido siquiera un chato de vino, llamaríamos inmediatamente a la Guardia Civil indicándoles del cruce en el que pueden emboscarlo. ¿A que sí?
Sea usted consecuente, amiga Leire… y vaya más allá: Cree una ventanilla de delaciones ciudadanas en las que se pueda acusar no de echar o permitir echar un pitillo en un sitio que usted llama público, sino para cualquiera de las situaciones descritas en el párrafo anterior, o cualesquiera otras que al delator compulsivo se le ocurran.
A mí se me ocurren más. Particularmente, dos: Primera, una ventanilla en la que delatar al delator, es decir, un lugar dónde informar al denunciado sobre la identidad de aquel que en lugar de decir las cosas a la cara y buscar entendimiento optó por rellenar un impreso gracias al cual un negocio privado está en la ruina y las cinco familias que dependían de él, en la puta calle.
Y segunda, un lugar en el que denunciar a quien sin preparación ninguna dilapida el dinero que me roban vía impuestos en hacer el gilipollas y encima hacerse la digna.
Añadido final: Cuando no hay educación, pasan estas cosas. Cuando alguien es tan imbécil que se empeña en tocarte los mondongos fumándote en la cara donde el no fumador no tiene elección, o cuando alguien es tan imbécil como para tocar los mondongos a un fumador que echa su pitillito sin molestar a nadie, pues viene alguien más imbécil que los dos a tocarnos los mondongos a todos, para que nadie se quede sin su parte.
Decía que continuaría y vamos a intentarlo. Me servirá como punto de partida el comentario de Pitufa a la primera parte. Efectivamente, si tan malo es, ¿por qué no se prohíbe? Y mucho más interesante aún, la segunda pregunta: ¿Por qué no se regulan los aditivos?
Referente a las preocupaciones que el Estado demuestra sobre nuestra salud, tengo dos convencimientos a los que he llegado observando la cruda realidad. El primero es que en realidad al Estado le importa un carajo nuestra salud. Literalmente. El segundo es que las medidas que el Estado toma argumentando que son en defensa de nuestra salud son, siempre, medidas puramente económicas. Al Estado no le importa lo maś mínimo que nos muramos por fumar. Lo que le preocupa es que tengamos una enfermedad y generemos el gasto correspondiente al tratamiento y a la baja laboral.
Vamos a ver, si el tabaco es un producto tan inaceptablemente dañino, ¿cómo es que, además de seguir siendo totalmente legal, su venta y distribución está directamente en manos del Estado? Y ¿cómo es que un producto legal, distribuido y comercializado por el Estado, es aderezado con infinidad de productos químicos, mucho más dañinos que el propio tabaco, sin que al consumidor se le informe siquiera de qué y por qué se le añade al único ingrediente que aparece indicado en el envoltorio del producto final? ¿Porqué Mercadona, o Dhul, o Danone tienen que especificar qué tipo de espesante utiliza en sus postres pero Altadis no tiene porqué indicar al fumador de Fortuna que además de hebras de planta de tabaco se está metiendo en el pecho tales o cuales aditivos químicos?
Estos aditivos tienen dos finalidades principales: La primera, el abaratar el producto. La segunda, hacerlo más adictivo. Bien por la sustancia en sí, que también provoque adición y así el fumador se enganche a esa marca en concreto, bien por facilitar la mayor absorción de nicotina. Todo ello, escondido y silenciado por el distribuidor y vendedor, y quien se queda con la mayor parte del dinero que el fumador paga: el Estado. ¿Puede alguien creerse que está interesado en la salud?
Con todo esto no estoy diciendo que el tabaco, limpio y puro, sea bueno, sano y aconsejable. No. Es dañino, provoca adicción y enfermedades. Pero menos, mucho menos, que el producto final, compuesto de tabaco y aditivos químicos varios, que ampara, distribuye y vende el Estado, ingresando por ello miles de millones de euros al año.
Por tanto, si el Estado quiere cuidar de nuestra salud, en lo relativo al tabaco, y que además nos lo creamos, que proceda, primero, a obligar a las marcas a identificar todos y cada uno de los aditivos añadidos al tabaco. Y segundo, que prohíba todos aquellos que sean tóxicos o que estén destinados a crear o aumentar adicciones.
Hay otra opción, evitando esos dos pasos: Que catalogue el tabaco como droga ilegal, prohibiendo su plantación, elaboración, distribución y venta en España.
Ahora bien, se me ocurren varias consecuencias de esta opción, que deberán ser tenidas en cuenta. La primera y evidente es la eliminación de esos miles de millones de euros de ingresos. Pero como lo primero es nuestra salud, no habrá problema. La segunda es que si identificamos el tabaquismo como una adicción a una droga dura e ilegal… habrá que considerar su equiparación con otras, facilitando a los adictos los tratamientos de desintoxicación que sean necesarios, contemplando como parte de ellos el suministro a los pacientes de sustitutivos de la droga que satisfagan la necesidad de su dosis.
Todo esto, que puede parecer una exageración, no lo es. Es, según entiendo yo, lo que habría que hacer si realmente la movida esta del tabaco fuera realmente porque el Estado quiere velar por nuestra salud.
Me pide el cuerpo ir más allá, y tomar por ejemplo ese cartelito tan molón que los vendedores de la ley nos quieren colocar, en los que dice «Espacio libre de humos»… ¿Libre de humos? Será de humo de tabaco. Porque si a lo que huelen nuestras calles -y más desde que todo el mundo tiene complejo de taxista y se empeña en comprar coches diésel- no es a humo, altadis vende infusiones naturales.
Miren, hace un puñado de años quedamos unos amigos del trabajo a jugar un partidito. Cosas de juventud en la que me enredaron, por mi mala cabeza. Se pilló una pista de futbito en un complejo deportivo municipal en la Ronda de Triana, en Sevilla. En un momento dado, y por una desaplicación imperdonable por mi parte, se me ocurrió correr por el campo. Coincidió con el paso, por aquella misma calle, de un autobús municipal que tuvo a bien soltar, a unos metros de donde un puñado de majaderos daba carreras con bastante poco estilo, una nube de humo de gasoil que me llegó al último rincón de mis bronquios. Y les aseguro que jamás, en mis 20 años de fumador, he sentido en mis pulmones algo tan repugnante.
Pero lo malo, lo que hay que perseguir, lo que no se puede consentir es que un tipo que trabaja sólo en un despacho se encienda un pitillito de vez en vez, o que uno se eche un cigarrito apoyado en la farola mientras espera que salga el niño del cole. Como les decía al principio, les importa nuestra salud lo que a mí la de ellos: Un carajo.
Una vez más, continuará.
Detesto a Papá Noel. Y no sólo por lo que tiene de imposición cultural, que también, sino por lo que implica en la celebración de la Navidad. Me hierve la sangre ver esas peliculillas en las que el orondo hombre anuncio de la Coca Cola es ensalzado como el símbolo o el espíritu de la navidad (y la minúscula es intencionada).
En Nochebuena no es que no deban mezclarse tradiciones culturales bárbaras -insisto, que tampoco- sino que no debe mezclarse nada que no sea la celebración exacta de la Navidad, de la Natividad del Señor, de la presencia real y verdadera en el mundo de Dios hecho Niño. Bien estará que los abuelos den un aguinaldo al los nietos o que esos días haya «concesiones especiales», pero siempre, como condición sine qua non, girando en torno al Nacimiento del Niño Dios.
Alguien dirá: «Bueno, eso para el creyente, para los demás, si quieren meter a Papá Noel…» Pues no. Los no creyentes lo que tienen que hacer es celebrar el Solsticio de Invierno o lo que les venga en gana, pero no utilizar una encarnación en la que no creen como excusa, y encima venir a cambiarnos la celebración a los que sí creemos. Y que les venga el gordo cocacolero, el Olentzero o el regalador enmascarado.
La venida de SSMM los Reyes Magos, además de su componente cultural a reivindicar, ensalzar y exaltar frente a los gordos de barbas, tiene un componente adicional. Es habitual leer y oír que el 6 de enero se celebra «la festividad de los Reyes Magos». Y bueno será insistir en que lo que celebramos ese día -que, evidentemente y sobre todo para los niños es eso, «el día de Reyes»- es la Epifanía del Señor. Esto es, la manifestación de Dios a los hombres, particularmente a los gentiles (a los no judíos). Se nos ha revelado la venida del Mesías. Se nos ha hecho partícipes, a todos los hombres, de la Salvación. Y recordamos con las ofrendas que a Él se le ofrecieron en nuestro nombre y con los regalos que encontraremos por la mañana en nuestros zapatos de aquellos que nos representaron en tan grande ocasión, la grandeza del mayor regalo que hemos podido obtener.
Debo terminar. Oigo pezuñas de cabalgaduras alrededor de mi casa y me llega el dulce olor de la mirra. Un año más correré a arremolinarme bajo la manta, sosteniendo y sofocando el impulso de irrumpir corriendo en el salón para volver a encontrarme cara a cara con Baltasar, abrazarle, y explicarle lo mucho que deseaba verle después de aquella ya lejana visita que una noche de diciembre del setenta y tantos me hizo en mi habitación y de la que aún hoy recuerdo al detalle exacto su expresión, su cara, su sonrisa y su mirada.
Pero no debo. Sé que no debo. Así que aguardaré a que llegue la mañana, a que mis hijos me tiren de la cama, y me arrastren hasta el salón, y seguiré disimulando, como cada año, como si ellos estuvieran más emocionados que yo.
El mes pasado hizo cinco años que dejé de fumar. No llevo la cuenta, como dicen algunos, porque lo sienta como una condena, sino porque me sirve de referencia el que pocas semanas después tuve la primera y hasta ahora única ocasión de arrepentirme profundamente del paso dado: La anterior ley antitabaco.
Y no es que aprovechara esa ley para dejarlo, como dice la Excelentísima Ministra Pajín que hizo, a la vez que declara públicamente haberla infringido gravemente porque «sólo fumaba en casa y en el despacho» cuando al resto de pringaos que le pagamos el sueldo, estaba terminantemente prohibido fumar en el lugar de trabajo, aunque sólo lo ocupara un fumador o todos fueran fumadores.
El caso, decía, es que dejé de fumar poco antes de la entrada en vigor de esa ley, pero no por ella, sino por otra de rango muy superior. Mi mujer una noche me dijo «oye, que a partir de mañana no se fuma», y hasta ahora. Y también decía que esa ley me dio ocasión para arrepentirme del abandono del vicio, pues tan absurdas presiones que entonces aparecieron me daban ganas de plantarme en el Ministerio de Sanidad con un cartón de tabaco y fumármelo echando el humo a la oxigenada melena de la entonces responsable de la cosa, Elena Salgado.
Visto hoy, entiendo sobradamente las quejas de algunos compañeros que durante años me recriminaron mis densas nubes de humo de tabaco de Vuelta Abajo -aquellos cigarrillos Habanos originarios, que luego fueron degenerando, como todas las labores de tabaco a las que se les fueron añadiendo más y más mierdas- y creo hoy que me moriría de vergüenza defendiendo fumar en sitios en que entonces lo hacía, como todo el mundo fumador. Igual que acusaba de exagerados a quienes detectaban «apestoso olor a tabaco» en lugares que no me olían a nada y que ahora me resultan casi irrespirables. O cosas así.
Ahora bien, una cosa es una cosa y seis, media docena. Con aquella ley se reguló aquel invento de la separación física obligatoria de las zonas de fumadores en los negocios de hostelería mayores de 100 metros cuadrados, dejando a los de superficies menores la opción de ser enteramente de fumadores o de no fumadores. Por aquella época solía ir a tomar café a un pequeñísimo bar cerca de la oficina del cliente en la que yo trabajaba. Los dueños del bar, hermanos, fumaban los dos. Y decidieron que en su bar, «El Mesonsito», se pudo seguir fumando. Trabajaba conmigo entonces un ferviente antitabaquista -supongo que porque su mujer siempre llevaba un pitillo en la mano- que, indignado, se me quejaba de que era un atropello a sus derechos como no fumador el que él tuviera que tragarse el humo del vecino al tomarse un café, o que no pudiera saborear una tostada por culpa del vicio de otro. Y, ya exfumador, discutía con él por algo que me parecía de cajón: Él puede exigir derechos en espacios públicos o centros de trabajo… pero un bar no lo es. Ninguna obligación tenía de ir a ese bar a respirar humo si no le gustaba. Ante ello, él abría mucho los ojos, como si le estuviera negando la aplicación de derechos fundamentales o algo así. ¡No poder ir al bar que le saliera del alma y que estuviera a su gusto, qué barbaridad!
Con la nueva ley, recién entrada en vigor, ese pequeño bar ya no puede elegir. Los derechos de los ciudadanos ya no pasan por su asistencia sanitaria, la educación de sus hijos o la participación en la gestión (ay, qué risa), sino que ahora se basan las condiciones del bar en el que puedan pasar la mañana bebiendo para olvidar que no tienen dinero para pagar las deudas que libremente aceptaron. Los hosteleros basan sus quejas en el dinero que gastaron hace cinco años para adaptarse a una legislación hoy obsoleta y haciendo cuentas sobre los cafés que se dejarán de tomar porque el que tiene 15 minutos para tomarlo, los gastará en fumar en la calle. En mi modesta opinión, gilipolleces, porque la cuestión es si un negocio privado debe ser considerado espacio público mientras que una cárcel no. Contadísimas excepciones -supongo que habrá más, pero de momento sólo conozco una– que a pecho descubierto esperan que se atrevan a sancionarles, en medio de lo habitual en Estepaís: Mucho lirili, poco lerele. Mucha queja, nula acción real, de la de dar la cara exponiéndola a que te la toquen.
Me estoy extendiendo más de la cuenta con lo que haremos un punto y aparte aquí para retomarlo después.
Y no, no estoy defendiendo el tabaco, así en general, que es una droga dañina y malsana que conozco en primera persona, sino que se digan las cosas a la cara y de verdad, en lugar de contarnos, como siempre, que todo es por nuestro bien.
Continuará.
(Esta tarde, a las 19:30, concentraciones ante los campos de exterminio)
El viejo chucho se revolcaba en el seco suelo intentando quitarse algunas pulgas. Ella le miraba con sus ojos cansados y tristes, desde la estaca en la que permanecía atada. El chucho quedó inmóvil, con las patas hacia arriba.
Tras un silencio incómodo, se revolvió, colocó sus cuatro patas sobre el suelo, sacudió su polvoriento pelo y burlonamente le espetó: «Tienes un aspecto infame. Cada día estás más vieja y cascada. Ya casi no nos vales para nada. Cualquier día el amo te despeñará o abandonará en el desierto. O quizá nos deje, por fín, probar esa carne escasa y seca que tienes.»
Mientras decía esto último, un brillo oscuro asomaba a sus ojos mientras asomaba uno de sus colmillos, por el que caían unas gotas de apestosas babas. Otros perros acompañaron la siniestra sonrisa mientras ladraban y gruñían formando un grupo en torno al que parecía su líder.
Apenas el perro había empezado a hablar, la vieja mula había bajado la cabeza y mantenía la mirada fija en el suelo. El chucho calló al fin cuando las puertas de la taberna se abrieron y por ellas salió, tambaleándose, un tipo sucio y con la mirada extraviada, al que seguía otro con evidente enfado que, mano en alto, amenazaba al primero: «Y no vuelvas por aquí si no puedes pagar el vino que te bebes, o me cobraré con los dedos de tus manos».
El chucho, de un respingo, se puso en pie y meneaba el rabo ante la llegada de su amo, que sin embargo le apartó con malos modos. Anduvo hacia la mula, agarró la soga con la que la mantenía atada y, escupiendo su rabia, intentó subirse a sus lomos. Tan bebido iba que cayó aparatosamente por el otro lado del animal que, inmóvil, intuía ya lo que le esperaba.
El borracho, tras varios intentos, consiguió levantarse y, maldiciendo a la mula a la que injustamente hacía responsable de su golpe, la azotaba repetidamente en los cuartos traseros con una vara de olivo que usaba a modo de fusta. «Maldita mula vieja, no sólo quieres acabar con mi negocio, sino que encima quieres acabar conmigo. Si no saco nada por tu pellejo, mañana te comerán los buitres en medio del desierto».
El malvado amo trabajaba desde niño porteando cosas de aquí para allá, comerciando con algunas cosas entre los pueblos de Judea. No hace tanto tiempo tenía una pequeña caravana, con tres o cuatro mulas y un puñado de camellos que le permitían al menos no pasar hambre ni que le faltaran nunca unas monedas en su bolsa. Pero mientras que la necesidad hace virtud, la falta de ella se convierte en descuido y desorden, y las tabernas y el juego fueron ocupando cada vez más tiempo, y los negocios los iba aparcando por otra partida, y alguna noche de juerga hubo de pagarla con aquella mercancía, con algún camello…
Ahora se veía pobre, sin más negocio que algún encargo de poca monta, asuntos turbios, escondiéndose de la guardia, andando en las sombras y por caminos ocultos… Y con sólo un animal viejo, cansado y mal alimentado con el que pretender llevar una carga con la que no puede. Y con ese animal las pagaba, como hacen los que no tienen el valor de reconocer sus culpas y enmendarlas. Así llevaba meses, aguantando varazos, patadas, golpes y amenazas.
Pero ¿qué podía hacer ella? Tan sólo era una vieja y débil mula, y a veces pensaba incluso que si cruel amo pudiera tener un asomo de razón, pues la labor de una mula no es otra que cargar y ella no cumplía.
Salieron de la aldea mediada la tarde, con los lomos cargados de fardos que se le clavaban y le hacían temblar las patas del peso. Caía la noche cuando el amo detuvo el paso, la descargó y preparó un fuego. Allí pasarían la noche, en un cerro con algunas rocas que hacían la vez de refugio contra el frío relente de la noche. Con los lomos todavía doloridos, buscó algunos brotes que pastar antes de dormitar un rato. Del sueño le arrancó el ruido seco de un golpe. Sobresaltada, miró alrededor y no vio nada ni a nadie. Un grito de auxilio de su amo le hizo subir hacia una cercana cresta de piedras. Bordeó con dificultad algunos peñascos y allí pudo ver lo ocurrido. Un brusco escalón de unas cuantas brazas, unas piedras removidas que evidentemente habían cedido, y su amo abajo, aislado, sin posibilidad de salir de aquel agujero.
Por su cabeza pasó un torrente de pensamientos. Aquel monstruo que le pegaba y le amenazaba estaba ahí, indefenso y acorralado, y a su espalda un camino que llevaba, en media jornada, hasta una aldea próspera con un riachuelo y pasto fresco. Un poco más allá, sobre otra piedra cercana, los perros ladraban buscando sin éxito cómo llegar hasta su amo. La vieja mula volvió a mirar hacia abajo. El amo maldecía su suerte y a aquellas piedras, blasfemaba y gritaba. Entonces la mula volvió apenas unos pasos atrás y con sus viejos y gastados dientes agarró la soga que colgaba de su cuello. Volvió a asomarse al agujero y la lanzó hacia abajo, hacia su amo. Éste la agarró con fuerza mientras la mula retrocedía, izando al hombre. Cuando llegó arriba y pisó suelo seguro volvió a gritar y a blasfemar un rato, hasta que finalmente cogió la soga y tiró de la mula hacia el lugar donde había hecho el fuego, para intentar dormir un rato. Pero la mula no se movió. Tiró y tiró, hasta que, extrañado, se acercó al animal que acababa de salvarlo de una muerte segura. Lo examinó, volvió a maldecir y gritar, le quitó la soga y bajó, dejándole allí sola.
La vieja mula se había lastimado una pata por el esfuerzo de tirar del amo pisando entre las piedras, y ahora no podía apenas andar. Allí pasó la noche, inmóvil y dolorida, pensando que por lo que había hecho, su amo volvería por la mañana a curarle. Pero mientras subía el sol, pudo ver cómo iniciaba camino alejándose, portando en sus espaldas la pequeña parte de la carga con la que pudo. Sus gritos y maldiciones se oían al alejarse.
El animal comprobó cual era el pago a su acción: Allí quedaría hasta morir de hambre o atacada por alguna alimaña. Brillaba alto el sol y el dolor era insoportable para el animal. Entonces su olfato le alertó de que tenía compañía, y además compañía conocida.
– ¿No te fuiste con el amo? -preguntó.
– El amo no me echará en falta unas horas -contestó el antipático chucho- y no iba a dejar pasar la ocasión de hincarte el diente, vieja. Vieja y tonta. Lo tuviste en tu mano, pudiste marchar… y ahora mira cómo vas a acabar. No te preocupes, todavía te queda un rato. No pienso darme prisa.
Y de entre sus colmillos sucios salía su apestoso aliento mientras se acercaba a su presa. La mula cerró los ojos y esperó la dentellada. Se sintió caer al suelo, y luego… nada. Nada en absoluto, tampoco el dolor de la pata herida. Volvió a abrir los ojos, y se vio en el mismo lugar, pero junto a ella yacía el perro, muerto. Efectivamente, no le dolía la pata, y se sentía mejor y con más fuerzas que nunca. Inició el camino de bajada con la intención de volver a la aldea de la que saliera el día anterior, pero algo le hizo tomar otra dirección.
Así anduvo durante días y noches, sin hambre, sed ni cansancio, hasta que al fin supo que había llegado a su destino. Un hombre joven, extremadamente hermoso, estaba sentado a la vera del camino, a pocas leguas de la entrada de una ciudad. Al verle, le sonrió, se levantó y le acarició la testuz. Nunca le había visto antes, pero por alguna razón supo que era la causa de que ahora ella estuviera allí. Finalmente, el joven le dijo «veo que has elegido bien, y por eso estás aquí. Esto, querida amiga, es Nazaret. Aquí empieza tu mayor aventura». Y dicho esto, desapareció. En el mismo momento, una pareja apareció por un recodo del camino. El hombre era hermoso y fuerte, y mientras con una mano sujetaba su cayado, con la otra ayudaba a su esposa encinta. Ella era no sólo la mujer más hermosa que jamás había visto ni imaginado, sino que además sus ojos derrochaban amor, confianza, esperanza y fortaleza. Llegaron a su altura y le acariciaron las manos mas suaves que jamás le tocaron.
-¿Ves José? Te dije que no tendríamos que andar hasta Belén. Está justo donde Gabriel me dijo. Y mírala, es joven y fuerte. Vamos, ayúdame a subir.
Hace unos días fallecía Miguel Ángel González de la Puente. Formó parte -como mano derecha del alcalde Luis Uruñuela- de la primera corporación municipal del régimen del 78 en Sevilla.
No es mi intención ahora evaluar lo que significó aquella corporación ni todo lo que rodea al andalucismo, ni mucho menos. Mis profundas discrepancias y reparos a lo que aquello significó pueden perfectamente ser ahora aparcadas para tomar a González de la Puente como un ejemplo a proponer en estos tiempos.
Como he dicho, fue la mano derecha del alcalde Luis Uruñuela y continuó en la política hasta 1986. Tras las elecciones autonómicas de aquel año, en las que no obtiene acta de diputado, González de la Puente vuelve a su vida profesional.
Antes de su entrada en política, era jefe de sección de Medicina Interna y coordinador de Urgencias en la Residencia Sanitaria García Morato, hoy Hospital Virgen del Rocío, emblema de la Sanidad Pública en Sevilla. A partir de volver a ponerse la bata en 1986, llegará a ser presidente de la Sociedad Andaluza (2001-2003) y de la Española de Medicina Interna (2005-2007). En resumen, una personalidad muy relevante en el mundo de la medicina.
Y ¿a qué viene este recuerdo profesional a quien principalmente se le está recordando por su labor política? Pues viene a, como tantas veces, el odioso resultado de algunas comparaciones. Mientras veía el historial profesional del finado, no podía evitar comparar a aquel Teniente de Alcalde del 79 con el Alcalde actual de Sevilla, «Alfredito Buena Gente el astronauta«.
Aquél entraba en política con pretensión de servicio según sus planteamientos dejando de lado una carrera profesional vocacional y exitosa, que retomaba con igual o mayor éxito una vez dio por terminada su etapa política. Mientras tanto, éste presume de ser médico sin que hasta la fecha haya conseguido conocer a nadie que le haya visto pasar consulta y se pasó meses peleando con su partido, que ya le había puesto sustituto para las próximas elecciones, pidiendo y exigiendo un carguito en el que aterrizar y acabar sus días de parásito cuando deje el bastón de la Muy Noble, Muy Leal, Muy Heroica, Invicta y Mariana.
Son, al cabo, dos estilos no de personas sino de épocas. De aquellos que respaldados por un prestigio se embarcaban -con más o menos razón, con más o menos acierto, con más o menos bondad, no es ese el juicio que hoy pretendo- en una labor pública con fecha de caducidad a estos, cuyo currículum se basa en el servilismo al partido y la búsqueda del carguito, el sillón y la moqueta para toda la vida. En definitiva, gente que está en la política porque no vale para otra cosa.
Descanse en la Paz del Señor, Miguel Ángel González de la Puente.